Aunque Erikson está ahora en plena escritura de Walk in Shadow, el volumen final de su trilogía de Kharkanas, el autor canadiense sigue sacando tiempo para pasarse por sus redes sociales para interactuar con sus lectores. Estos días ha compartido en su facebook un breve texto donde recuerda un hallazgo que hizo de forma casual en Francia, durante una gira literaria invitado por su editorial en el país vecino, y que le lleva a reflexionar sobre uno de los grandes temas de su saga: qué es lo que nos hace humanos. Y es que a través de elementos del mundo real acaba revelándonos algunas de las ideas y motivos que le guiaron al dar vida a los t'lan imass, por lo que resulta una lectura tan interesante como emotiva. Y es que sólo Erikson es capaz de emocionar al lector hablándonos de unas 'simples' piedras de hace 250.000 años.
EL REGALO INMORTAL, por Steven Erikson
Hace unos años estaba en los últimos días de una larga gira por Francia, patrocinada por mis editores franceses, Leha Editions. El último fin de semana antes de volar de regreso a Canadá me encontré asistiendo a un pequeño festival de fantasía y ciencia ficción en las afueras de París. Después de un paseo de regreso del evento en la excelente compañía del autor de ciencia ficción Peter Hamilton, me quedé un rato solo en el jardín trasero del edificio donde nos habían alojado.
El edificio databa del siglo XVII, más o menos. Había sido un convento de monjas o algo parecido, reconvertido en colegio con dormitorios. Las habitaciones eran pequeñas y espartanas, las camas estaban diseñadas para niños de doce años, pero cumplían su función. El edificio era esencialmente tres lados de un cuadrado alrededor de un espacio abierto que consistía en un pequeño jardín flanqueado por árboles plantados uniformemente, cada árbol en un cuadrado de dos metros cuadrados de tierra desnuda, donde todo lo demás eran adoquines. El extremo más alejado del patio era un grosero muro de piedra cubierto de maleza, toscamente cortado y que se elevaba unos dos metros y medio, escavado en una ladera.
A pesar de que era de noche, había luces iluminando el jardín, así que en mi deambular nocturno podía ver bastante bien.
Existe una maldición entre los arqueólogos. La visión de la tierra desnuda lleva la mirada hacia abajo y comienza el escaneo. O tal vez sea solo mi maldición. He conocido a arqueólogos que no hacen esto. Algunos, en cualquier caso. Pero esta es una maldición de mi anterior profesión que arrastro conmigo a todas partes, especialmente cuando estoy en Europa o el Reino Unido. Como me especialicé en lítica (la tecnología de las herramientas de piedra), y como solía trabajar con pedernal, soy más hábil encontrando herramientas de piedra y sus restos que, digamos, cerámica (aunque uno puede adaptar la vista con un poco de esfuerzo) .
En cualquier caso, al igual que Reino Unido, Francia es una tierra de pedernal. Pedernal muy bueno. Está prácticamente en todas partes. Dicho esto, dudo que tuviera alguna expectativa real de encontrar algo digno de mención en ese jardín. Después de todo, el terreno había sido nivelado y los adoquines dominaban el área; la única tierra desnuda eran los parches cuidadosamente arreglados alrededor de los troncos de los árboles.
Me llevó solo unos momentos escanear el suelo alrededor del árbol más cercano hasta que mi ojo captó algo de interés. Agachándome, pude ver pequeños trozos de pedernal prácticamente por todas partes, y entre ellos un pequeño trozo que parecía un poco peculiar. Lo recogí y encontré en mi mano el fragmento de un núcleo de tamaño modesto, siendo el núcleo la piedra de origen para hacer lo que se llama lascas (escamas de forma tosca pero generalmente planas que luego pueden convertirse en una herramienta). Lo que hizo a este interesante fue su tamaño (diminuto) y el patrón estrecho y alargado que quedó después de la eliminación de las microcuchillas, también llamadas buriles.
Mostraba evidencia de una técnica de tallado de pedernal muy particular (y muy difícil), llamada método Levallois. Levantándome, miré la pared del acantilado, y probablemente fue en este momento cuando me di cuenta de que una ladera había sido cortada, prácticamente por la mitad, y se me ocurrió que había sido convertido en escombros y se habían llevado los restos, incluyendo probablemente una cueva. Desconozco si se identificó como tal en el siglo XVII. Es igualmente probable que la cueva ya hubiera estado rellena, y se hubiera derrumbado. En cualquier caso, estaba a unos diez metros de ese muro de piedra maltrecha.
Aún así, esa pequeña herramienta del tamaño de una uña encajó muy bien en mi mano, y después de (ugh) lamerla para limpiarla, pude ver las cicatrices descamadas, incluso el borde desgastado. Es un tipo de herramienta omnipresente; un raspador de extremos o raspador de uña. Encontraréis de este tipo por todo el mundo, en sitios prehistóricos de la edad de piedra dondequiera que se encuentren. Todos los continentes, durante toda la época en la que las herramientas de piedra modificadas formaban parte del conjunto de herramientas de un pueblo, y esa época es realmente larga.
He encontrado hermanas suyas en Manitoba, en Belice, en el norte de Mongolia, en el sur de Italia, en Escocia, Cornualles, Surrey e incluso en los parques de la ciudad de Londres.
Etnográficamente, es una herramienta doméstica, utilizada para procesar pieles, raspar la carne de los huesos, trabajar las cornamentas, y quitar la corteza y la médula de la madera. Se puede utilizar para partir juncos, hacer muescas, quitar la capa de grasa debajo de las piel y ablandar cueros. Por lo general, se sujeta colocándola sobre el costado del dedo índice, manteniéndola en su lugar presionando el pulgar hacia abajo; o también se le puede añadir un mango.
También etnográficamente (como observaron los antropólogos que tuvieron la suerte de conocer culturas de la edad de piedra), es comúnmente una herramienta femenina. Fabricada y utilizada por mujeres.
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No puedo estar seguro, (digamos alrededor de un setenta por ciento de certeza) pero el núcleo de Levallois es típicamente (y para el diagnóstico) tecnología neandertal. La microlítica se extiende hasta la era moderna, pero esporádicamente. Por lo tanto, mantendré ese setenta por ciento de certeza de que, en ese jardín en las afueras de París, esa noche de noviembre, estaba sobre un sitio neandertal. Uno destruido, sin duda. La cueva había desaparecido, la superficie había sido nivelada. Las palas habían hecho agujeros para los árboles. Se habían llevado toneladas de escombros. Todo lo que quedaron fueron restos líticos esparcidos por el suelo alrededor de los árboles.
Es una norma general dejar los artefactos allí donde los encuentras. A medida que crecí, agregué limitaciones y excepciones a esa regla. Un sitio obviamente destruido es una de esas excepciones; uno donde la procedencia se ha perdido, la estratigrafía ha desaparecido hace tiempo. Para la probable indignación y horror de los arqueólogos, me guardé en el bolsillo tanto el raspador de extremos como el fragmento del núcleo, arriesgándome a la ira de la Interpol (incluso ahora escucho sirenas acercándose rápidamente) y quién sabe qué más.
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¿Por qué estoy escribiendo sobre esto ahora? No lo sé, para ser honesto. Estaba pensando en los t'lan imass, pensando en mi ficticia mutilación de los neandertales, trasplantándolos al mundo inventado del Imperio de Malaz. Pensando, supongo, en la maldición que les di, todo por el bien de la historia, en la que la inmortalidad se convirtió en cualquier cosa menos la gracia del ser, del existir. Estaba pensando en las veces que me sumergí en los recuerdos mortales de esas personas; la forma en que les di el arte (mucho antes de que aparecieran las pruebas en el mundo real para verificar mi suposición), el lenguaje (y en ese entonces, en los años ochenta, había un enérgico grupo que insistía en que los neandertales tampoco tenían lenguaje); también los coloqué dentro de nuestra familia, como progenitores y contribuyentes a nuestra ascendencia genética (la primera secuenciación del Instituto Planck afirmó que no había conexión genética entre nosotros y los neandertales; eso solo cambió cuando mejoraron las técnicas de mapeo).
Si me hubiera quedado en la arqueología, estoy seguro de que finalmente me habría mudado a Europa, para trabajar exclusivamente en los neandertales. También habría adquirido rápidamente la etiqueta de "rebelde" en la disciplina, luchando constantemente por la humanidad esencial de la subespecie neandertal. Me habría enzarzado en un rencoroso debate con mis colegas, muchos de los cuales parecían decididos a establecer una distinción fundamental entre los neandertales y los hombres modernos, como para trazar una línea entre nosotros, definida por alguna cualidad esencial de humanidad de la que los neandertales, de alguna manera, carecían; como si insistieran en una división entre el éxito y el fracaso como consecuencia de la inferioridad evolutiva en lugar de simplemente mala suerte, que en última instancia fue lo que vio como nuestra subespecie llegó a dominar el mundo.
Por lo que sabemos, el último enclave de neandertales estuvo en la costa de España, o una cueva en Gibraltar. Empujado hasta el mismo borde del mundo conocido. Habían tenido un largo recorrido; más largo que el nuestro de lejos. Se habían extendido por un paisaje devastado por la Edad de Hielo, hasta Siberia en el este; hasta Israel y el norte de África en el sur, y hasta los bordes del Atlántico en el Reino Unido. Culturalmente, y basándose en los daños y las antiguas heridas que se observan en los restos esqueléticos, eran cazadores de emboscadas. Fabricaron herramientas exquisitas. Realizaron recorridos estacionales y, si bien prácticamente toda la evidencia que tenemos les relaciona con sitios de cuevas, probablemente eran los bastante capaces de vivir al aire libre, de construir refugios. Cuidaban a sus ancianos; lloraron por sus muertos; querían a sus hijos. Y se encontraron con los recién llegados (nosotros) y compartieron lo que tenían.
Este raspador de extremos, aquí en mi mano, probablemente fue hecho por una mujer neandertal. ¿Cuándo? En cualquier momento entre cuarenta y doscientos cincuenta mil años atrás. El mundo que observaba no se parecía en nada al mío. Era salvaje, fecundo a su manera; en otras formas, brutal y duro. Pero sus manos tocaron parientes, compañeros, hijos, padres. Veía pasar los días, amada y afligida, conocía el dolor y el anhelo, y tras sus ojos portaba una multitud de sueños ninguno de los cuales yo encontraría extraño o peculiar. Y por la noche, miraba las mismas estrellas que nosotros.
La herramienta que hizo la ha sobrevivido, una innovación tecnológica que legó a nuestra especie, un pedazo de inmortalidad que permanece silenciosa e inerte en mi palma, y sin embargo grita a través de los milenios una innegable conexión.
Suficiente para hacerte llorar.
FUENTE (las imágenes que acompañan el texto son las que ha compartido Erikson en la publicación original)
Excelente texto. ¡Gracias por la traducción!
ResponderEliminarY deseando, como muchos por aquí, que Nova anuncie no sólo las traducciones de Bauchelain y Korbal Broach, sino también las novelas del Imperio Malazano de Ian C. Esslemont.
Gracias por la traducción. Como estoy haciendo mi tesis de licenciatura sobre tecnología lítica prehispánica y leyendo Malaz al mismo tiempo este texto me pega por dos. La capacidad de la piedra para convertirse en un pedazo de inmortalidad es realmente asombrosa. Lo único que tengo para decir es que se lo nota medio oxidado en cuanto a la situación actual de la disciplina. De este lado del charco nos llegan los debates respecto a la evolución humana, y la visión que Erikson tacha de rebelde se ha vuelto la más aceptada dentro del ámbito disciplinar, como suele suceder con toda rebelión teórica o epistemologica, por lo menos en la antropología y la arqueología
ResponderEliminar¡¡¡ Guau !!!
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