Mientras el cabo y el historiador cabalgaban hacia la nueva posición, Duiker reparó en que los tres veteranos permanecían acuclillados ante un camarada caído. Se apreciaba en sus mejillas cubiertas de polvo la huella de las lágrimas derramadas. Al llegar, el historiador desmontó lentamente.
—Aquí tenéis una historia, soldados —les dijo, modulando grave la voz para imponerse al estruendo y al griterío del combate que tenía lugar a treinta pasos al norte de ellos.
Uno de los veteranos levantó la mirada bizca.
—¡Si es el anciano historiador del Emperador, por la sonrisa torcida del Embozado! Te vi en Falar, o quizás en las llanuras wickanas…
—En ambas. Veo que habéis luchado por el estandarte. Perdisteis a un amigo en su defensa.
El hombre pestañeó de nuevo. Luego, miró a su alrededor hasta que encaró el estandarte del Séptimo. El asta se inclinaba a un lado, y la maltrecha tela lucía espectralmente descoloría por el sol.
—Por el aliento del Embozado —gruñó—. ¿Crees que hemos luchado por salvar una tela colgada de un palo? —Hizo un gesto para señalar el cadáver junto al que sus camaradas permanecían arrodillados—. Nordo encajó dos flechas. Nos enfrentamos a un pelotón de semk para que pudiera morir a su hora. Los hijos de perra de esa tribu se llevan a los heridos para mantenerlos con vida y poder torturarlos. Y no íbamos a permitir que a Nordo le pasara eso.
Duiker guardó un largo silencio.
—¿Es así como quieres que se narre la historia, soldado?
El hombre entornó aún más la mirada, antes de asentir.
—Así como la cuento, historiador. Ya no somos del ejército de Malaz. Ahora somos la hueste de Coltaine.
—Pero es un Puño.
—Es una sabandija de sangre fría —sonrió el hombre—. Pero es nuestra sabandija.
Las puertas de la Casa de la Muerte, Steven Erikson.
Evocador también el poema que habla del hombre que nada por el Raraku en memoria del pasado. Quizás, como poeta, fue la cita más impactante de todo el libro.
ResponderEliminar