-El misterio y el terror se ciernen sobre nosotros, Conan, y nos deslizamos hacia el reino del horror y la muerte -dijo ella-. ¿Tienes miedo?
Por toda respuesta, él encogió sus hombros cubiertos por la cota de malla.
-Yo tampoco tengo miedo -dijo ella con aire meditabundo-. Nunca he tenido miedo. He visto los oscuros colmillos de la Muerte demasiado a menudo. ¿Temes a los dioses, Conan?
-No pisaría su sombra -contestó el bárbaro con prudencia-. Algunos dioses usan su fuerza para herir, otros para auxiliar; al menos eso dicen sus sacerdotes. El Mitra de los hiborios debe ser un dios fuerte, porque su gente ha construido ciudades por todo el mundo. Pero incluso los hiborios temen a Set. Y Bel, el dios de los ladrones, es un buen dios. Supe de él siendo yo ladrón en Zamora.
-¿Qué hay de tus propios dioses? Nunca te he oído invocarlos.
-El principal es Crom. Habita una gran montaña. ¿De qué sirve invocarlo? Poco le importa si los hombres viven o mueren. Es mejor permanecer callado que llamar su atención; ¡te enviará desdichas, nunca buena suerte! Es sombrío y despiadado, pero insufla en el alma del hombre, al nacer, poder para luchar y matar. ¿Qué más pueden pedir los hombres a los dioses?
-Pero ¿qué hay de los mundos más allá del río de la muerte? -persistió ella.
-En el culto de mi gente no hay esperanza aquí o en el más allá -contestó Conan-. En este mundo, los hombres se esfuerzan y sufren en vano, y solo encuentran placer en la brillante locura de la batalla; muertos, sus almas entran en un reino gris y brumoso de nubes y vientos helados, donde vagan penosamente durante toda la eternidad.
Bêlit se estremeció.
-Aun siendo mala, la vida es mejor que tal destino. ¿No crees, Conan?
Él se encogió de hombros.
-He conocido muchos dioses. El que lo niega está tan ciego como el que confía demasiado en ellos. No busco nada del otro lado de la muerte. Puede que sea la negrura que aseveran los escépticos nemedios, o el reino de Crom de hielo y nubes, o las planicies nevadas y los salones abovedados del Valhalla de Nordheim. Ni lo sé, ni me importa. Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos, la loca exultación de la batalla cuando las azules espadas arden y enrojece, y estaré contento. Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.
La reina de la Costa Negra, de Robert E. Howard.
Conan, por Gary Gianni. |
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