Malaz el Libro de los Caídos alcanza este mes de septiembre su ecuador con la publicación en Nova de la quinta entrega de la decalogía épica de Steven Erikson. Con Mareas de medianoche, que se pone a la venta el próximo día 13, la saga malazana da un nuevo giro llevándonos hasta una nueva localización y una trama completamente nueva (o no tanto si el lector ha estado atento a algunas de las pistas que el escritor canadiense ha ido dejando caer en sus cuatro novelas anteriores).
En cualquier caso, como es habitual en Malaz el inicio de Mareas de medianoche vuelve a demostrarnos que en este universo fantástico todo conflicto tiene un origen ancestral, que se pierde en la noche de los tiempos. Eso podéis comprobarlo ya por vosotros mismos leyendo el prólogo completo de la novela, que tenéis más abajo, y así ir abriendo boca para lo que llegará a las librerías en menos de diez días...
Mareas de medianoche se publica en formato tapa dura con sobrecubierta con una extensión de 896 páginas y al precio de 24,90 euros. También sale en ebook por 9,49 euros.
Mareas de medianoche se publica en formato tapa dura con sobrecubierta con una extensión de 896 páginas y al precio de 24,90 euros. También sale en ebook por 9,49 euros.
SINOPSIS
Después de décadas de guerras intestinas, las tribus de los Tiste Edur al fin se han unido bajo el mando del Rey Hechicero.
Hay paz, pero el precio ha sido terrible: un pacto hecho con un poder oculto cuyos motivos son, en el mejor de los casos, sospechosos, y, en el peor, mortales. Al sur, el rapaz reino de Lether, impaciente por ver cumplido el papel que profetizaron para él largo tiempo atrás como imperio renacido, ha esclavizado a sus vecinos menos civilizados. Es decir, a todos salvo a los Tiste Edur. El destino ha decretado que también ellos han de caer. Y, sin embargo, la lucha inminente que librarán estos dos pueblos no es más que un pálido reflejo de un conflicto más primitivo. Se están reuniendo antiguas fuerzas y con ellas la herida todavía abierta de una vieja traición y un ansia de venganza...
Primeros días de la partición de Emurlahn
Invasión edur, era de Scabandari Ojodesangre
Época de los dioses ancestrales
De las nubes retorcidas y henchidas de humo llovía sangre. Los últimos de los torreones del cielo, envueltos en llamas y derramando humo negro, habían abandonado el cielo. Su descenso irregular había abierto surcos en el suelo al chocar y partirse en mil pedazos con reverberaciones atronadoras que esparcieron rocas manchadas de sangre entre los rimeros de cadáveres que cubrían la tierra de un horizonte a otro.
Las grandes ciudades colmena habían quedado reducidas a escombros cubiertos de ceniza, y las inmensas nubes que se alzaban sobre cada una de ellas y que se habían disparado hacia los cielos con su destrucción (nubes llenas de rocalla, restos desgarrados y sangre), giraban en tormentas de calor disipado que colmaban el cielo.
Entre los ejércitos aniquilados, las legiones de los conquistadores se reagrupaban en la llanura central, buena parte de la cual estaba cubierta de losas colocadas con exquisitez (allí donde el impacto de los torreones del cielo no había esculpido profundas zanjas), aunque dificultaba la ratificación de las formaciones el sinfín de cadáveres de los derrotados. Y el agotamiento. Las legiones pertenecían a dos ejércitos independientes, aliados en esa guerra, y estaba claro que uno había corrido muchísima mejor suerte que el otro.
La bruma sanguinolenta envolvía las inmensas alas del color del hielo de Scabandari cuando bajó haciendo un barrido entre las nubes revueltas, agitaba con un parpadeo constante las membranas para despejar los draconianos ojos de un color azul gélido. El dragón se ladeó en pleno descenso e inclinó la cabeza para examinar a sus hijos victoriosos. Los estandartes grises de las legiones tiste edur oscilaban, intermitentes, sobre los guerreros que se iban reuniendo y Scabandari calculó que al menos restaban mil ochocientos de sus parientes de sombra. A pesar de todo ello, habría luto y lamentos en las tiendas de Primer Desembarco esa noche. El día había empezado con más de doscientos mil tiste edur marchando sobre la llanura. Con todo... era suficiente.
Los edur habían chocado con el flanco oriental del ejército k’chain che’malle, aunque habían antepuesto a su carga oleadas de hechicería devastadora. Las formaciones del enemigo se habían reunido para enfrentarse a un asalto frontal y su lentitud había resultado letal a la hora de girar para afrontar la amenaza que les llegaba por el flanco. Como una daga, las legiones edur habían penetrado hasta el corazón del ejército.
Al acercarse, Scabandari vio en el fondo, repartidos aquí y allá, los estandartes pardos de los tiste andii. Quedaban mil guerreros, quizá menos. La victoria era una reivindicación más dudosa para esos aliados magullados. Habían combatido contra los cazadores k’ell, la élite de los ejércitos emparentados con las tres matronas. Cuatrocientos mil tiste andii contra sesenta mil cazadores. Compañías adicionales de andii y edur habían asaltado los torreones del cielo, pero estos habían sabido que su muerte era segura y el sacrificio había sido fundamental en la victoria de ese día, pues se había impedido a los torreones del cielo acudir en ayuda de los ejércitos de la llanura. Por sí mismos, los asaltos contra los cuatro torreones del cielo habían surtido solo un efecto marginal (a pesar de que los colas cortas eran pocos en número, su ferocidad había resultado devastadora), pero la sangre tiste derramada había ganado tiempo suficiente para que Scabandari y su aliado dracónico soletaken se acercaran a las fortalezas flotantes y desataran sobre ellas las sendas de Starvald Demelain, Kurald Emurlahn y Galain.
El dragón se precipitó a tierra, allí donde un revoltijo amontonado de cadáveres de k’chain che’malle marcaba la última posición defendida por una de las matronas. Kurald Emurlahn había masacrado a los defensores y unas sombras salvajes todavía aleteaban por las laderas como espectros. Scabandari abrió las alas, abofeteó el aire húmedo y se posó sobre los cuerpos de reptil.
Un momento más tarde adoptó su forma tiste edur. La piel del tono del hierro forjado, el largo cabello gris suelto, una cara adusta y aquilina con ojos duros muy juntos. Una boca amplia y gacha que no lucía arruga alguna de risa. Frente alta y lisa, con cicatrices diagonales de un blanco vívido que contrastaban con la piel morena. Vestía un arnés de cuero que sostenía su mandoble, un par de cuchillos largos en la cadera y de los hombros le colgaba una capa de escamas, el pellejo de una matrona, lo bastante reciente para brillar todavía con sus aceites naturales.
Se alzó, una figura alta envuelta en gotas de sangre que observaba la reunión de las legiones. Varios oficiales edur miraron en su dirección y después comenzaron a dirigir a sus tropas.
Scabandari giró entonces al noroeste y entornó los ojos para contemplar las nubes que ondeaban en el cielo. Un momento más tarde, un inmenso dragón de un blanco óseo irrumpió entre ellas, si acaso incluso más grande que el propio Scabandari cuando se transformaba en dragón. También envuelto en sangre... y buena parte era suya, pues Silchas Ruina había combatido junto a sus parientes andii contra los cazadores k’ell.
Scabandari observó acercarse a su aliado y solo retrocedió cuando el enorme dragón se posó en la cima de la colina y después se convirtió a toda prisa. Le sacaba una cabeza o más al soletaken tiste edur, pero era de una delgadez excesiva, los músculos tensos como cuerdas bajo la piel lisa, casi translúcida. Las garras de un ave rapaz resplandecían en el cabello blanco, largo y espeso del guerrero. El rojo de sus ojos parecía febril, tanto era su brillo. Silchas Ruina tenía heridas: cuchilladas que le cruzaban el cuerpo. La mayor parte de la armadura del torso se le había caído y revelaba el verde azulado de las venas y las arterias que abrían rastros que se repartían bajo la piel fina y lampiña del pecho. Tenía las piernas resbaladizas de sangre, al igual que los brazos. Las dos vainas de las caderas estaban vacías, había roto ambas armas, a pesar del tejido de hechicería que las investía. La suya había sido una batalla desesperada.
Scabandari inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Silchas Ruina, hermano en espíritu. El más incondicional de los aliados. Contempla la llanura, la victoria es nuestra.
La cara pálida del tiste andii albino se crispó en una mueca silenciosa de desprecio.
—Mis legiones tardaron demasiado en acudir en tu ayuda —dijo Scabandari—. Y por ello mi corazón se rompe al observar tus pérdidas. Con todo, ahora dominamos la puerta, ¿no es cierto? El sendero que lleva a este mundo nos pertenece y el mundo en sí se despliega ante nosotros... para saquearlo, para trincharlo para los loables imperios de nuestros pueblos.
Los largos dedos de las manos manchadas de Ruina sufrieron una contracción y su dueño contempló la llanura que tenía debajo. Las legiones edur habían vuelto a formar en un círculo desigual alrededor de los últimos andii supervivientes.
—La muerte contamina el aire —rezongó Silchas Ruina—. Apenas puedo inhalar para hablar.
—Ya habrá tiempo para hacer nuevos planes más tarde —dijo Scabandari.
—Mi pueblo ha sido masacrado. Nos rodeáis ahora, pero vuestra protección llega demasiado tarde.
—Simbólica entonces, hermano mío. Hay otros tiste andii en este mundo, tú mismo lo dijiste. Solo has de encontrar esa primera oleada y recobrarás tus fuerzas. Es más, otros vendrán. Mis parientes y los tuyos, ambos, huyendo de nuestras derrotas.
El ceño de Silchas Ruina se profundizó.
—La victoria de este día es una alternativa amarga.
—Los k’chain che’malle casi han desaparecido, lo sabemos. Hemos visto las muchas otras ciudades muertas. Ya solo permanece Alborada, y eso en un continente lejano, donde los colas cortas comienzan ahora a romper sus cadenas en una rebelión bañada en sangre. Un enemigo dividido es un enemigo que no tarda en derrumbarse, amigo mío. ¿Qué otro pueblo en este mundo tiene poder suficiente para enfrentarse a nosotros? ¿Los jaghut? Están muy repartidos y son pocos. ¿Los imass? ¿Qué pueden lograr armas de piedra contra nuestro hierro? —Se quedó callado un momento y después continuó—. Los forkrul assail no parecen muy dispuestos a juzgarnos. Y, en cualquier caso, con cada año que pasa parece que haya menos. No, amigo mío, con la victoria de hoy este mundo queda a nuestros pies. Aquí no sufriréis las guerras civiles que atormentan Kurald Galain. Y mis seguidores y yo escaparemos de la escisión que plaga ahora Kurald Emurlahn...
Silchas Ruina lanzó un bufido.
—Una escisión que ha creado tu mano, Scabandari.
Seguía estudiando las fuerzas tiste de la llanura, así que no vio el destello de furia que respondió a su displicente comentario, un destello que se desvaneció un instante después, cuando la expresión de Scabandari recuperó una vez más la ecuanimidad.
—Un mundo nuevo para nosotros, hermano.
—Hay un jaghut en la cima de un risco septentrional —dijo Silchas Ruina—. Testigo de la guerra. No me acerqué, pues percibí el comienzo de un ritual. Omtose Phellack.
—¿Temes a ese jaghut, Silchas Ruina?
—Temo lo que no conozco, Scabandari... Ojodesangre. Y queda mucho por aprender sobre este reino y sus costumbres.
—Ojodesangre.
—Tú no te ves —dijo Ruina—, pero yo te doy ese nombre por la sangre que mancha ahora tu... visión.
—Tiene gracia, Silchas Ruina, viniendo de ti. —Después, Scabandari se encogió de hombros y se dirigió al borde septentrional del montón, donde pisaba con cuidado los cadáveres que se movían bajo él—. Un jaghut, has dicho... —Se dio la vuelta, pero Silchas Ruina le había dado la espalda. El tiste andii había bajado la mirada y contemplaba a sus escasos seguidores supervivientes que continuaban en la llanura.
—Omtose Phellack, la senda de Hielo —dijo Ruina sin girarse—. ¿Qué es lo que conjura, Scabandari Ojodesangre? Me pregunto...
El soletaken edur regresó con Silchas Ruina.
Estiró el brazo hacia la parte exterior de su bota izquierda y sacó una daga grabada por sombras. La hechicería jugueteaba sobre el hierro.
Un último paso y la daga se clavó en la espalda de Ruina.
El tiste andii sufrió un espasmo y después rugió... al tiempo que las legiones edur se volvían de repente contra los andii y se precipitaban al interior del círculo desde todas direcciones para llevar a cabo la última matanza del día.
La magia tejió cadenas retorcidas alrededor de Silchas Ruina y el tiste andii albino se desmoronó.
Scabandari Ojodesangre se agachó sobre él.
—Es la costumbre de los hermanos, y es triste —murmuró—. Uno solo debe dominar. Dos no pueden. Bien sabes que es cierto. Grande como es este mundo, Silchas Ruina, antes o después habría una guerra entre los edur y los andii. La verdad de nuestra sangre lo dirá. Así pues, solo uno dominará la puerta. Solo los edur pasarán. Daremos caza a los andii que ya están aquí, ¿qué paladín pueden producir que pueda desafiarme? Se pueden dar ya por muertos. Y así debe ser. Un pueblo. Un gobernante. —Se irguió cuando los últimos lamentos de los guerreros andii moribundos resonaban en la llanura—. Sí, no puedo matarte directamente, eres demasiado poderoso. Así pues, te llevaré a un lugar adecuado y te dejaré a merced de las raíces, la tierra y la piedra de sus terrenos mutilados...
Se transformó en dragón. Las garras de un pie enorme se cerraron alrededor del inmóvil Silchas Ruina y Scabandari Ojodesangre se alzó por los cielos entre un tronar de alas.
La torre estaba a menos de cien leguas, al sur, solo el bajo muro desmoronado encerraba el patio que revelaba que no era una construcción jaghut, que había surgido junto a las tres torres jaghut por voluntad propia, como respuesta a una ley insondable tanto para dioses como para mortales. Surgida... para aguardar el regreso de aquellos a los que habría de encerrar para toda la eternidad. Criaturas de un poder letal.
Como el tiste andii soletaken, Silchas Ruina, tercer y último hijo de los tres hijos de Madre Oscuridad.
Lo que eliminaba del camino de Scabandari Ojodesangre al último de los dignos oponentes que se contaban entre los tiste.
Los tres hijos de Madre Oscuridad.
Tres nombres...
Andarist, que ha mucho tiempo que renunció a su poder como respuesta a una pena que nunca podría sanar. Sin saber que la mano que causó esa pena era la mía...
Anomandaris Irake, que rompió con su madre y con los suyos. Que después desapareció antes de que pudiera ocuparme de él. Se desvaneció y con toda probabilidad jamás se le volverá a ver.
Y ahora Silchas Ruina, que en muy poco tiempo conocerá la prisión eterna de los Azath.
Scabandari Ojodesangre estaba satisfecho. Por su pueblo. Por sí mismo. Ese mundo él lo conquistaría. Solo los primeros colonos andii podrían desafiar sus derechos.
¿Un paladín de los tiste andii en este reino? No se me ocurre ninguno... nadie que tenga poder suficiente para enfrentarse a mí...
No se le ocurrió a Scabandari Ojodesangre preguntarse adónde, de los tres hijos de Madre Oscuridad, podría haber ido el que se había desvanecido.
Pero ni siquiera ese fue su mayor error...
En una berma glacial del norte, el jaghut solitario comenzó a tejer la hechicería de Omtose Phellack. Había presenciado la devastación forjada por los dos eleint soletaken y los ejércitos que los acompañaban. Poca comprensión dedicó a los k’chain che’malle. De todos modos se estaban extinguiendo por una miríada de razones, ninguna de las cuales concernía demasiado al jaghut. Tampoco le preocupaban los intrusos. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la capacidad de preocuparse. Junto con el miedo. Y, había que admitir, también el asombro.
Sintió la traición cuando se produjo, el florecimiento distante de la magia y el derramamiento de sangre ascendente. Y los dos dragones habían terminado por ser solo uno.
Típico.
Y después, apenas unos minutos después, en el momento en que descansaba entre tejido y tejido de su ritual, percibió que alguien se acercaba por detrás. Un dios ancestral, llegado para responder a la violenta fisura abierta entre los reinos. Como era de esperar. Con todo... ¿qué dios? ¿K’rul? ¿Draconus? ¿La Hermana de las Noches Frías? ¿Osserc? ¿Kilmandaros? ¿Sechul Lath? A pesar de su estudiada indiferencia, la curiosidad al fin lo obligó a girarse para mirar al recién llegado.
Ah, inesperado... pero interesante.
Mael, Señor Ancestral de los Mares, era ancho y achaparrado, con una piel de color azul profundo que se iba apagando hasta convertirse en un dorado pálido en la garganta y el vientre desnudo. El cabello rubio y lacio le caía suelto de la testa ancha y casi plana. Y en los ojos ambarinos de Mael, una rabia crepitante.
—Gothos —dijo Mael con voz ronca—, ¿con qué ritual respondes a esto?
El jaghut frunció el ceño.
—Han provocado un desastre. Mi intención es purificarlo.
—Hielo —se burló el dios ancestral—. La respuesta jaghut para todo.
—¿Y cuál sería la tuya, Mael? ¿Una inundación o... una inundación?
El dios ancestral miró al sur con los músculos de la mandíbula tensos.
—Voy a tener una aliada. Kilmandaros. Viene del otro lado del desgarro.
—Solo queda un soletaken tiste —dijo Gothos—. Parece que acabó con su compañero y en estos momentos se dispone a entregarlo a la custodia del atestado patio de la torre Azath.
—Prematuro. ¿Cree que los k’chain che’malle son los únicos que se le oponen en este reino?
El jaghut se encogió de hombros.
—Es muy probable.
Mael se quedó callado un rato, después suspiró antes de hablar.
—Con tu hielo, Gothos, no destruyas todo esto. En su lugar, te pido que... conserves.
—¿Por qué?
—Tengo mis razones.
—Me alegro por ti. ¿Cuáles son?
El dios ancestral le lanzó una mirada lúgubre.
—Malnacido insolente.
—¿Para qué cambiar?
—En los mares, jaghut, el tiempo carece de velos. Surcan las profundidades corrientes de una antigüedad inmensa. En los bajíos susurra el futuro. Las mareas fluyen entre ellos en un intercambio incesante. Así es mi reino. Tal es lo que yo conozco. Sella esta devastación en tu maldito hielo, Gothos. En este lugar, congela el tiempo en sí. Hazlo y yo aceptaré que tengo una deuda contigo... deuda que un día te podría resultar útil.
Gothos reflexionó sobre las palabras del dios ancestral y después asintió.
—Es muy posible. Muy bien, Mael. Ve con Kilmandaros. Aplasta a este eleint tiste y desperdiga su pueblo. Pero hazlo rápido.
Mael entornó los ojos.
—¿Por qué?
—Porque percibo un despertar lejano, pero no, por desgracia, tan lejano como te gustaría.
—Anomander Rake.
Gothos asintió.
Mael se encogió de hombros.
—Previsto. Osserc se dispone a interponerse en su camino.
La sonrisa del jaghut reveló sus inmensos colmillos.
—¿Otra vez?
El dios ancestral no pudo evitar responder con una sonrisa propia.
Y aunque los dos sonrieron, no era mucho el humor que reinaba en aquella berma glacial.
Año 1159 del Sueño de Ascua
Año de las Vetas Blancas en el Ébano
Tres años antes del Séptimo Cierre letherii
Despertó con la barriga llena de sal, desnudo y medio enterrado en arena blanca, entre los detritos de la tormenta. Las gaviotas graznaban en el cielo y sus sombras rodaban por las ondulaciones de la playa. Unos calambres le provocaron espasmos en las tripas, gimió y se dio la vuelta poco a poco.
Vio que había más cuerpos en la playa. Y restos. Trozos y balsas de hielo que se fundían a toda prisa crujían en los bajíos. Los cangrejos se escabullían por millares.
El gigantesco hombre se irguió hasta quedar a cuatro patas. Y después vomitó fluidos amargos en las arenas. Unas palpitaciones le machacaban la cabeza, lo bastante fieras como para dejarlo medio ciego, y todavía tardó un tiempo en poder mecerse lo suficiente como para sentarse y mirar furioso una vez más la escena que se abría a su alrededor.
Una orilla donde no tenía sitio orilla alguna.
Y la noche antes, entre montañas de hielo que se alzaban de las profundidades, una (la más grande de todas) había alcanzado la superficie justo bajo la inmensa ciudad flotante de Meckros. La había roto en mil pedazos como si fuera una balsa de simples ramas. Las historias de Meckros no relataban nada ni remotamente parecido a la devastación que él había visto allí forjada. La aniquilación repentina y casi absoluta de una ciudad que albergaba veinte mil almas. La incredulidad todavía lo atormentaba, como si sus recuerdos contuvieran imágenes imposibles conjuradas por un cerebro enfebrecido.
Pero sabía que no había imaginado nada. No había hecho más que presenciar.
Y, de algún modo, sobrevivir.
El sol era cálido pero no quemaba. El cielo era de un color blanco lechoso en lugar de azul. Y las gaviotas, vio en ese momento, eran otra cosa muy diferente. Parecidas a reptiles y de alas pálidas.
Se puso en pie tambaleándose. El dolor de cabeza se desvanecía por momentos, pero los escalofríos embargaban todo su cuerpo y la sed era un demonio furioso que intentaba arrancarle la garganta.
Los gritos de los lagartos voladores cambiaron de tono y se giró para mirar tierra adentro.
Habían aparecido tres criaturas trepando entre los terrones pálidos de hierba que surgían por encima de la marca de la marea. No le llegaban a él a la cadera, eran de piel negra, sin pelo, cabezas de una redondez perfecta y orejas puntiagudas. Bhoka’ral, los recordaba de su juventud, cuando un navío mercante de Meckros había regresado de Nemil; pero esos parecían versiones más musculosas, al menos el doble de grandes que los animalitos con los que habían regresado los mercaderes a la ciudad flotante. Las criaturas se dirigieron a él sin dudar.
Miró a su alrededor en busca de algo que utilizar a modo de arma y encontró un trozo de madera que le podía servir de bate. Lo levantó y esperó a que los bhoka’ral se acercaran más.
Se detuvieron, los ojos inyectados de amarillo se clavaron en él.
Entonces el del medio hizo un gesto.
Ven. No cabía duda sobre lo que significaba aquella llamada demasiado humana.
El hombre volvió a examinar la playa, ninguno de los cuerpos que veía se movía, y los cangrejos se alimentaban sin encontrar oposición alguna. Se quedó mirando una vez más al extraño cielo y después se dirigió hacia las tres criaturas.
Estas retrocedieron y lo condujeron cuesta arriba, hasta el borde cubierto de hierba.
Aquellas hierbas no se parecían a nada que él hubiera visto jamás, largos triángulos tubulares de bordes afilados, como descubrió una vez atravesadas, cuando se encontró la parte inferior de las piernas repleta de cortes. Más allá, una llanura plana que se extendía tierra adentro y solo albergaba algún que otro terrón de la misma hierba. El terreno que había en medio estaba incrustado de sal y era estéril. Unos cuantos trozos de piedra salpicaban la llanura, no había dos iguales y todos eran extraños, angulares y respetados por los años.
A lo lejos se levantaba una tienda solitaria.
Los bhoka’ral lo guiaron hacia ella.
Cuando se acercaron vio jirones de humo que salían del pico de la tienda y la solapa partida que marcaba la puerta.
Su escolta se detuvo y otro gesto le señaló la entrada. El hombre se encogió de hombros, se agachó y reptó al interior.
Bajo la tenue luz se veía una figura sentada y cubierta, una capucha disimulaba sus rasgos. Delante tenía un brasero del que surgían unos vapores embriagadores. Al lado de la entrada había una botella de cristal, fruta seca y una hogaza de pan moreno.
—La botella contiene agua de manantial —dijo la figura con voz ronca en la lengua de los meckros—. Por favor, tómate tu tiempo para recuperarte de tu ordalía.
El hombre rezongó un agradecimiento y cogió de inmediato la botella.
Con la sed felizmente aplacada, estiró la mano para coger el pan.
—Te lo agradezco, desconocido —dijo con tono sonoro, después sacudió la cabeza—. Ese humo hace que flotes ante mis ojos.
Una tos seca que podría haber sido una carcajada y después algo parecido a un encogimiento de hombros.
—Mejor que ahogarse. Por desgracia, alivia mi dolor. No te entretendré mucho tiempo. Eres Asimismo, el fabricante de espadas.
El hombre se sobresaltó y frunció la amplia frente.
—Sí, soy Asimismo, de la Tercera Ciudad de Meckros, que ya ha dejado de ser.
—Un acontecimiento trágico. Eres el único superviviente... gracias a mis esfuerzos, aunque forzó mucho mis poderes intervenir de ese modo.
—¿Qué lugar es este?
—Ningún sitio, en el corazón de ningún sitio. Un fragmento con tendencia a vagar. Yo le doy la vida que puedo imaginar, conjurada a partir de los recuerdos de mi hogar. Recupero fuerzas, aunque la agonía de mi cuerpo roto no se aplaca. Pero escucha, he hablado y no he tosido. Ya es algo. —Una mano mutilada apareció en una manga andrajosa y esparció unas semillas sobre los carbones del brasero. Estas escupieron y estallaron y el humo se hizo más denso.
—¿Quién eres? —preguntó Asimismo.
—Un dios caído... que necesita de tus habilidades. Lo he preparado todo para tu llegada, Asimismo. Una morada, una forja, toda la materia prima que necesitarás. Ropas, alimentos, agua. Y tres devotos sirvientes, a quienes ya has conocido...
—¿Los bhoka’ral? —bufó Asimismo—. ¿Qué pueden...?
—No bhoka’ral, mortal. Aunque quizá antaño lo fueron. Son nachts. Los he llamado Corteza, Mape y Pule. Están hechos al modo jaghut, capaces de aprender todo lo que requieras de ellos.
Asimismo hizo amago de levantarse.
—Te agradezco que me salvaras, caído, pero he de despedirme. Me gustaría regresar a mi propio mundo...
—No lo entiendes, Asimismo —siseó la figura—. Harás lo que yo te diga o te encontrarás suplicando que te dé muerte. Ahora soy tu dueño, fabricante de espadas. Eres mi esclavo y yo soy tu señor. Los meckros tienen esclavos, ¿no? Almas desventuradas arrancadas de aldeas de otras islas y demás durante vuestras incursiones. El concepto, por tanto, te es conocido. No desfallezcas, sin embargo, pues una vez que hayas completado lo que te pido, serás libre de irte.
Asimismo todavía sostenía el bate, la pesada madera acunada en su regazo. Reflexionó un momento.
Una tos, luego risas, y después más toses, durante las que el dios levantó una mano sostenida. Cuando la tos seca cesó, el dios habló.
—Te aconsejo que no intentes nada desafortunado, Asimismo. Te he sacado de los mares con este propósito. ¿Acaso has perdido todo honor? Compláceme en esto, pues lamentarías de forma profunda suscitar mi ira.
—¿Qué es lo que pretendes que haga?
—Eso está mejor. ¿Qué es lo que pretendo que hagas, Asimismo? Bueno, solo lo que mejor sabes hacer. Hazme una espada.
—¿Eso es todo? —gruñó Asimismo.
La figura se inclinó hacia delante.
—Ah, bien, lo que tengo en mente es una espada muy particular...
¡Que ganas de que salga ya! Me ha sorprendido lo de las 680 páginas, después de los "tochos" anteriores este se va a hacer corto.
ResponderEliminarEs verdad que es más corto que otros libros, pero revisando los datos de la edición son 896 páginas, no se te va a hacer tan corto jeje
EliminarActualizo la información
Ya me extrañaba, normalmente prefiero que los libros sean un poco más cortos, pero en el caso de Malaz cuanto más mejor jaja.
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