lunes, 5 de agosto de 2019

Prólogo de La tempestad del segador de Steven Erikson

La saga malazana de Steven Erikson continúa en Nova en el mes de septiembre con la publicación de su séptima entrega. La tempestad del segador nos lleva de vuelta al continente de Lether, ahora bajo el yugo implacable del nuevo imperio edur y adonde se dirigen multitud de personajes tras los sucesos vividos en Los Cazahuesos. La séptima novela de Malaz el Libro de los Caídos llegará a las librerías el 12 de septiembre, en su ya habitual formato tapa dura con sobrecubierta, con la traducción de Marta García Martínez y la corrección a cargo de Alexander Páez.
Para ir abriendo boca os dejo a continuación el prólogo completo de la novela, que nos vuelve a demostrar que el pasado ancestral es algo muy vivo en el universo malazano. ¿Estáis listos para regresar a los dominios del Emperador de las Mil Muertes?

La tempestad del segador se publica en tapa dura, tiene 1169 páginas y se puede comprar por 34,90 euros (y en ebook por 9,49 euros).

SINOPSIS 
En el imperio letherii reina el desconcierto. Mientras el emperador Rhulad Sengar, rodeado de aduladores y comisionados de su maquiavélico canciller, se precipita a la locura, los agentes secretos letherii llevan a cabo una campaña de terror contra su propia gente. El Errante, en otro tiempo un dios clarividente, parece ahora incapaz de ver el futuro. Las conspiraciones recorren el palacio y el imperio, manejado por corruptos e interesados, está al borde de una guerra sin precedentes con los reinos vecinos. 
Por otra parte, la flota Edur se encuentra cada vez más cerca. Entre sus guerreros se hallan Karsa Orlong e Icarium Robavida, cuya mera presencia significa que correrá sangre. Pero una pequeña banda de fugitivos está decidida a escapar del imperio y salvar al emperador. Se aproxima un ajuste de cuentas y su magnitud será inimaginable.


PRÓLOGO

La senda ancestral de Kurald Emurlahn
La era de la Partición

En un paisaje desgarrado por el dolor, los cadáveres de seis dragones yacían repartidos por una fila desigual que cubría mil pasos o más de la llanura, la carne desgarrada, los huesos rotos sobresaliendo, las mandíbulas abiertas y los ojos secos y quebradizos. Allí donde la sangre se había derramado por el suelo, los espectros se habían reunido como moscas para chuparla y habían quedado atrapados; los fantasmas se retorcían y exhalaban gritos huecos de desesperación a medida que la sangre se oscurecía y se fundía con el suelo inerte, y cuando al fin la sustancia se endureció y se convirtió en piedra vítrea, esos fantasmas quedaron condenados a un encierro eterno en esa prisión tenebrosa.

La criatura desnuda que atravesaba el basto sendero formado por los dragones caídos podía rivalizar en masa con estos, pero estaba atada a la tierra y caminaba sobre dos piernas arqueadas, los muslos gruesos como árboles milenarios. La anchura de los hombros igualaba la altura de un tartheno toblakai; desde un cuello grueso oculto bajo una melena de cabello negro brillante, la parte frontal de la cabeza era sobresaliente: frente, pómulos y mandíbula, y los ojos hundidos revelaban unas pupilas negras rodeadas por un blanco opalescente. Los brazos formidables eran de una largura desproporcionada, las manos enormes casi arañaban el suelo. Los pechos le colgaban, grandes y pálidos. Fue pasando sin prisa junto a los cadáveres magullados y medio podridos. El movimiento de su paso era de una fluidez extraña, en absoluto pesado, y cada miembro se revelaba como dueño de articulaciones extras.


La piel, del tono del hueso blanqueado por el sol, se oscurecía hasta un rojo venoso en los extremos de los brazos de la criatura; varios cardenales rodeaban los nudillos, un encaje de carne agrietada que exponía el hueso aquí y allá. Las manos habían sufrido daños, el resultado de asestar golpes demoledores.

La criatura se detuvo, levantó la cabeza y observó tres dragones que surcaban el aire en las alturas, entre las nubes enturbiadas; aparecían y desaparecían entre el humo del reino moribundo.

Las manos de la criatura terrestre se crisparon y un gruñido grave surgió de las profundidades de su garganta.

Tras un largo rato, reanudó su viaje.

Más allá del último de los dragones muertos, en un lugar donde se alzaba una cordillera de colinas, la más grande de estas se abría como si una garra gigante hubiera arrancado el corazón del cerro y en esa grieta rugía un desgarro, un roto en el espacio por el que se desangraba el poder en chorros nacarados. La malicia de esa energía era evidente en el modo en que devoraba los lados de la fisura, royendo como ácido las rocas y peñascos del antiguo margen.

El desgarro no tardaría en cerrarse y el último que lo había atravesado había intentado sanar la puerta tras él. Pero una sanación así no se podía hacer con prisas y esa herida volvió a sangrar.

Sin hacer caso de la virulencia que se derramaba por el desgarro, la criatura se acercó poco a poco. En el umbral hizo una nueva pausa y se volvió para mirar el camino por el que había llegado.

Sangre dracónica que se endurecía y convertía en piedra, láminas horizontales de esa sustancia que ya comenzaba a separarse de la tierra circundante para alzarse en un borde que formaba muros extraños, desarticulados, algunos de los cuales empezaron entonces a hundirse, a desvanecerse de ese reino. Atravesaron un mundo tras otro. Para reaparecer al fin, sólidos e impermeables, en otros reinos, dependiendo de la orientación de la sangre, y esas eran leyes que no se podían desafiar. Starvald Demelain, la sangre de dragones y la muerte de la sangre.

A lo lejos, tras la criatura, Kurald Emurlahn, el Reino de Sombras, el primer reino nacido de la unión de Oscuridad y Luz, convulso en su agonía. A mucha distancia de allí todavía se libraban guerras civiles, mientras que en otras zonas la fragmentación ya había empezado, secciones inmensas del tejido arrancadas de ese mundo, desconectadas, perdidas y abandonadas para... o bien sanarse solas, o morir. Con todo, todavía llegaban intrusos, como carroñeros reunidos alrededor de un leviatán caído, arrancando con impaciencia sus propios trozos del reino para su uso privado. Destruyéndose unos a otros en fieras batallas por los restos.

No había imaginado, nadie podía haber imaginado, que un reino entero podía morir así. Que los actos despiadados de sus habitantes podían destruir... todo. Los mundos continúan viviendo, había sido la creencia, la suposición, hicieran lo que hicieran los que moraban sobre ellos. La carne desgarrada sana, el cielo se despeja, y algo nuevo sale reptando de la mugre salobre.

Pero no en esa ocasión.

Demasiados poderes, demasiadas traiciones, crímenes demasiado inmensos que todo lo consumen.

La criatura miró la puerta una vez más.

Y luego, Kilmandaros, la diosa ancestral, la cruzó.





Las ruinas de la heredad k’chain che’malle tras la caída de Silchas Ruina

Los árboles estallaban en el frío cortante que descendía como una mortaja, invisible pero palpable, sobre ese bosque devastado, atormentado.

A Gothos no le costó seguir el sendero de la batalla, los choques sucesivos de dos dioses ancestrales guerreando con el dragón soletaken, y a medida que el jaghut atravesaba su mutilada extensión, llevaba con él la gelidez brutal de Omtose Phellack, la senda de Hielo. Sellándolo de forma irrevocable, como me pediste, Mael. Encerrando la verdad para convertirla en algo más que recuerdo. Hasta el día que presencie la ruptura en mil pedazos del propio Omtose Phellack. Gothos se preguntó con aire ocioso si en algún momento había creído que tal ruptura no tendría lugar. Que los jaghut, en toda su perfecta brillantez, eran únicos, triunfantes en eterno dominio. Una civilización inmortal cuando todas las demás estaban condenadas.

Bueno, era posible. Una vez había creído que toda la existencia estaba bajo el control benigno de una omnipotencia cariñosa, después de todo. Y los grillos existen para dormirnos con canciones. Quién sabía qué otras tonterías podrían haber penetrado en su cerebro joven e ingenuo tantos milenios atrás.

Ya no, por supuesto. Las cosas terminan. Las especies se extinguen. La fe en cualquier otra cosa era simple presunción, el producto de un ego desencadenado, la maldición de la prepotencia supina.

Bueno, ¿y qué creo ahora?

No se permitiría una carcajada melodramática como respuesta a esa pregunta. ¿Qué sentido tenía? No había nadie cerca que pudiera apreciarla. Incluyéndose él. Sí, estoy condenado a vivir con mi propia compañía.

Es una maldición privada.

La mejor.

Subió por un cerro roto, fracturado, una elevación violenta del lecho de roca, donde una inmensa fisura se había abierto. Los lados verticales espejeaban por la escarcha cuando Gothos llegó al borde y miró. En algún lugar de aquella oscuridad, allí abajo, dos voces se alzaban en una discusión.

Sonrió.

Abrió la senda y utilizó una astilla de poder para elaborar un descenso lento y controlado hacia el fondo oscuro de la fisura.

Cuando Gothos se acercó, las dos voces cesaron, dejando solo un siseo áspero, palpitante (el aliento aspirado en oleadas de dolor), y el jaghut oyó el deslizamiento de escamas por la piedra, hacia un lado.

Se posó sobre fragmentos rotos de piedra, a unos pocos pasos de donde se encontraba Mael y, diez pasos más allá, la forma enorme de Kilmandaros, la piel con un vago tono luminiscente (de un modo casi enfermizo), de pie con los puños apretados, una actitud beligerante en su faz brutal.

A Scabandari, el dragón soletaken, lo habían empujado hasta un hueco de la cara del acantilado y estaba agazapado; las costillas astilladas debían de hacer de cada aliento una agonía. Tenía un ala hecha pedazos, medio arrancada. Una pata trasera estaba rota, sin duda, los huesos atravesaban la carne. Su vuelo había llegado a su fin.

Los dos ancestrales miraban a Gothos, que se adelantó sin prisas y después habló:

—Siempre es para mí un placer —dijo— cuando un traidor es a su vez traicionado. En este caso, por su propia estupidez. Lo cual es incluso más delicioso.

—El Ritual... ¿has acabado, Gothos? —preguntó Mael, dios ancestral de los mares.

—Más o menos. —El jaghut clavó la mirada en Kilmandaros—. Diosa ancestral. Los hijos que tienes en este reino se han perdido.

La mujerona bestial se encogió de hombros y le contestó con voz suave y melodiosa:

—Siempre se están perdiendo, jaghut.

—Bueno, ¿y por qué no haces algo para remediarlo?

—¿Por qué no lo haces tú?

Se alzó una ceja fina y Gothos enseñó los colmillos en una especie de sonrisa.

—¿Es una invitación, Kilmandaros?

La mujerona miró al dragón.

—No tengo tiempo para esto. He de regresar a Kurald Emurlahn. Lo mataré ahora... —Y se acercó más.

—No debes —repuso Mael.

Kilmandaros lo miró, las manazas se abrieron y después volvieron a apretarse los puños.

—Es lo que no dejas de repetir, cangrejo hervido.

Mael se encogió de hombros y se volvió hacia Gothos.

—Explícaselo, por favor.

—¿Cuántas deudas quieres tener conmigo? —le preguntó el jaghut.

—¡Oh, vamos, Gothos!

—Muy bien. Kilmandaros. Dentro del Ritual que en estos momentos desciende sobre esta tierra, sobre los campos de batalla y estos feos bosques, se niega la propia muerte. Si mataras aquí al tiste edur, su alma se desprendería de su carne, pero permanecería, su poder solo reducido de un modo marginal.

—Pienso matarlo —murmuró Kilmandaros con su tono suave habitual.

—Entonces —la sonrisa de Gothos se ensanchó— me necesitarás.

Mael lanzó un bufido.

—¿Por qué te necesito? —le preguntó Kilmandaros al jaghut.

Él se encogió de hombros.

—Ha de prepararse un finnest. Para albergar, para encerrar, el alma de este soletaken.

—Muy bien, entonces haz uno.

—¿Como favor a los dos? Me parece que no, diosa ancestral. No; por desgracia, como aquí Mael, debes reconocer la deuda. Conmigo.

—Tengo una idea mejor —dijo Kilmandaros—. Te aplasto el cráneo entre el índice y el pulgar y luego meto tu cadáver por la garganta de Scabandari, para que se ahogue con tu pomposa persona. A mí me parece una muerte digna para los dos.

—Diosa, con la edad te has vuelto amargada y hosca —dijo Gothos.

—No es de sorprender —respondió ella—. Cometí el error de intentar salvar Kurald Emurlahn.

—¿Por qué molestarse? —le preguntó Mael.

Kilmandaros le enseñó los dientes irregulares.

—El precedente es... poco grato. Vete a enterrar la cabeza en la arena otra vez, Mael, pero te lo advierto, la muerte de un reino es una promesa para todos los demás reinos.

—Como digas —dijo el dios ancestral tras un momento—. Y sí que admito esa posibilidad. En cualquier caso, Gothos exige recompensa.

Los puños se relajaron y se volvieron a apretar.

—Muy bien. De acuerdo, jaghut, elabora un finnest.

—Esto servirá —dijo Gothos al tiempo que sacaba un objeto de un desgarrón de su raída camisa.

Los dos ancestrales se lo quedaron mirando un rato, después Mael lanzó un gruñido.

—Sí, ya lo veo. Una elección bastante curiosa, Gothos.

—Las únicas que hago —respondió el jaghut—. Venga, Kilmandaros, procede, a tu sutil manera, a concluir la patética existencia del soletaken.

El dragón siseó y chilló de rabia y miedo al ver avanzar a la diosa ancestral.

Cuando la diosa metió un puño en el cráneo de Scabandari, justo en el centro del saliente que había entre y encima de los ojos del dragón, la grieta del denso hueso resonó como un canto fúnebre por toda la grieta, y con el impacto brotó sangre de los nudillos de la diosa.

La cabeza rota del dragón chocó con un golpe seco contra el lecho roto de piedra y los fluidos se derramaron bajo el cuerpo inerte.

Kilmandaros se dio media vuelta para mirar a Gothos.

Este asintió.

—Tengo al pobre cabrón.

Mael dio un paso hacia el jaghut y extendió una mano.

—Yo me llevo el finnest, entonces...

—No.

Los dos ancestrales miraron a Gothos, que sonrió de nuevo.

—Será el pago de la deuda. Para cada uno de vosotros. Reclamo el finnest, el alma de Scabandari, que será mía. Nada queda pendiente entre nosotros ya. ¿No estáis complacidos?

—¿Qué pretendes hacer con él? —exigió Mael.

—No lo he decidido todavía, pero te aseguro que será de lo más curioso y desagradable.

Kilmandaros volvió a apretar los puños y los levantó a medias.

—Siento la tentación, jaghut, de enviar a mis hijos a por ti.

—Una pena, entonces, que se hayan perdido.

Ninguno de los dos ancestrales dijo otra palabra más cuando Gothos abandonó la fisura. Siempre le complacía ser más listo que unos viejos chochos y todo su manido y brutal poder. Bueno, al menos era un placer momentáneo, en cualquier caso.

El mejor tipo de placer.

Cuando regresó al desgarro, Kilmandaros se encontró con otra figura de pie ante ella. Manto negro, cabello blanco. Una expresión de meditación arqueada clavada en la fisura desgarrada.

¿A punto de entrar por la puerta o esperándola a ella? La diosa ancestral frunció el ceño.

—No eres bienvenido en Kurald Emurlahn —dijo.

Anomandaris Purake posó los ojos fríos en la monstruosa criatura.

—¿Imaginas que me planteo reclamar el trono?

—No serías el primero.

Él volvió a mirar el desgarro.

—A ti te asedian, Kilmandaros, y Caminante del Filo tiene compromisos en otro lado. Te ofrezco mi ayuda.

—En tu caso, tiste andii, no sería fácil ganarse mi confianza.

—No hay motivo para ello —respondió él—. Al contrario que muchos otros de mi especie, yo admito que las recompensas de la traición nunca pueden superar el coste. Ahora hay soletaken, además de los dragones salvajes, luchando en Kurald Emurlahn.

—¿Dónde está Osserc? —preguntó la diosa ancestral—. Mael me informó de que...

—¿Que estaba planeando interponerse en mi camino otra vez? Osserc pensó que yo tomaría parte en la muerte de Scabandari. ¿Por qué habría de hacerlo? Mael y tú bastabais. —Lanzó un gruñido—. Ya me imagino a Osserc, dibujando un círculo tras otro. Buscándome. El muy idiota.

—¿Y el modo en que Scabandari traicionó a tu hermano? ¿No deseas vengarte por eso?

Anomandaris la miró y le dedicó una pequeña sonrisa.

—Las recompensas de la traición. Para Scabandari el coste resultó demasiado alto, ¿no? En cuanto a Silchas, bueno, ni siquiera las Azath duran para siempre. Casi le envidio su recién hallado aislamiento de todo lo que nos afligirá en los milenios venideros.

—Desde luego. ¿Deseas unirte a él en un túmulo parecido?

—Creo que no.

—Entonces me imagino que Silchas Ruina no estará muy predispuesto a perdonarte la indiferencia el día que sea libre.

—Quizá te sorprendas, Kilmandaros.

—Tú y los tuyos sois un misterio para mí, Anomandaris Purake.

—Lo sé. Bueno, diosa, ¿tenemos un pacto?

La diosa ladeó la cabeza.

—Pienso echar del reino a los pretendientes; si Kurald Emurlahn ha de morir, que lo haga solo.

—En otras palabras, quieres dejar el Trono de Sombra sin ocupante.

—Sí.

Él lo pensó un momento, después asintió.

—De acuerdo.

—No me ofendas, soletaken.

—No lo haré. ¿Estás lista, Kilmandaros?

—Forjarán alianzas —respondió la diosa—. Todos nos harán la guerra.

Anomandaris se encogió de hombros.

—Hoy no tengo nada mejor que hacer.

Los dos ascendientes atravesaron la puerta y, juntos, cerraron el desgarro tras ellos. Después de todo, había otros caminos a ese reino. Caminos que no eran heridas.

Al llegar a Kurald Emurlahn contemplaron un mundo en el que se habían hecho estragos.

Y se pusieron a limpiar lo que quedaba de él.




La Lezna’dan en los últimos días del rey Diskanar.

La preda Bivatt, capitán de la guarnición Drene, estaba muy lejos de casa. Veintiún días en carreta al mando de una expedición de doscientos soldados del Ejército del Estandarte Raído, una tropa de treinta jinetes de la caballería ligera de Rosazul y cuatrocientos miembros del equipo de apoyo, incluyendo civiles; se había bajado del caballo después de dar órdenes de montar el campamento y había recorrido los cincuenta y muchos pasos hasta el borde del risco.

Cuando llegó a la elevación, el viento le asestó un martillazo en el pecho, como si estuviera impaciente por lanzarla atrás, por arrancarla de ese borde magullado de tierra. Más allá del risco, el océano era una visión sacada de la pesadilla de un artista, un paisaje marino desgarrado, revuelto, con densas nubes retorcidas que se hacían jirones en el cielo. El agua era más blanca que verde azulada, la espuma hervía, las coronas blancas volaban entre las rocas cuando las olas machacaban la orilla.

Aun así, vio con un escalofrío que le aporreó los huesos que ese era el lugar.

Un barco pesquero, empujado muy lejos de su rumbo, metido en el remolino letal que era esa extensión del océano en la que ningún barco mercante, por muy grande que fuera, se aventuraría por gusto. Una extensión que, ochenta años antes, había capturado una ciudad meckros y la había deshecho en mil pedazos, empujando a las profundidades a veinte mil o más moradores de ese asentamiento flotante.

La tripulación del pesquero había sobrevivido el tiempo suficiente para encallar su malhadada nave y ponerla a salvo en aguas que llegaban a la cadera a unos treinta pasos de la playa de roca. La captura perdida, el barco convertido en astillas por las olas implacables, los cuatro letherii se las arreglaron para llegar a tierra firme.

Para encontrar... esto.

La preda Bivatt se apretó más la correa del yelmo, no fuera a arrancárselo el viento junto con la cabeza, y continuó examinando los restos que bordeaban esa costa. El promontorio sobre el que se encontraba estaba socavado y caía una altura de tres hombres hasta una orilla de arena blanca en la que se amontonaban filas alargadas de quelpos muertos, árboles arrancados y los restos de la ciudad meckros hundida ochenta años antes. Y otra cosa. Algo más inesperado.

Canoas de guerra. De las que se hacen a la mar, cada una tan larga como una ballena cara de coral, de proa alta, más larga y ancha de manga que las naves tiste edur. No lanzadas a la orilla como restos de un naufragio, no, ninguna de las que ella veía mostraba daño alguno. Estaban ordenadas en hileras playa arriba, aunque estaba claro que se había hecho un tiempo atrás, meses al menos, quizá años.

Una presencia a su lado. El mercader de Drene al que habían contratado para abastecer esa expedición. La piel apenas sin color, el cabello de un rubio pálido, tan claro que era casi blanco. El viento estaba sacando un color rojo subido a la cara redonda del hombre, pero la preda podía ver los ojos de color azul claro clavados en la formación de canoas de guerra y rastreando la playa, primero al oeste, luego el este.

—Tengo cierto talento —le dijo el mercader a la preda en voz muy alta para que se le oyera por encima de la galerna.

Bivatt no dijo nada. El mercader sin duda tenía habilidad con los números, el talento que afirmaba tener. Y ella era oficial del ejército letherii y más que capaz de calcular la dotación probable de cada una de aquellas enormes naos sin su ayuda. Un centenar, veinte arriba o abajo.

—¿Preda?

—¿Qué?

El mercader hizo unos gestos de impotencia.

—Estas canoas. —Señaló playa arriba y después abajo—. Debe de haber... —Y luego no supo qué decir.

Bivatt lo entendía de sobra.

Sí. Filas y filas, todas ordenadas en aquella orilla inhóspita. Drene, la ciudad más cercana del reino, estaba a tres semanas de distancia, al sudoeste. Justo al sur de allí estaba la tierra de los lezna’dan, y de las rondas estacionales de las tribus con sus enormes rebaños apenas se ignoraba nada. Los letherii estaban conquistándolos, después de todo. No se había informado de nada parecido.

Así pues, no mucho tiempo atrás había llegado una flota a esa costa, momento en el que todo el mundo había desembarcado y se había llevado todo lo que tenían con ellos, y luego era de presumir que habían puesto rumbo al interior.

Debería haber habido señales, rumores, una reverberación entre los leznas, como mínimo. Deberíamos haber oído algo.

Pero no habían oído nada. Los invasores extranjeros se habían limitado a... desaparecer.

No es posible. ¿Cómo puede ser? Bivatt examinó las filas una vez más, como si esperara que revelaran un detalle fundamental, algo que aliviara el martilleo enloquecido de su corazón y el frío plomizo de sus miembros.

—Preda...

Sí. Un centenar por embarcación. Y aquí, ante nosotros... apiladas en filas de cuatro o cinco de profundidad, ¿qué? ¿Cuatrocientas, quizá quinientas?

La orilla norte era una masa de canoas de guerra de madera gris, llegaba casi hasta donde ella alcanzaba a ver hacia el oeste y también al este. Subidas más allá de la marea. Abandonadas. Llenando esa costa como un bosque derribado.

—Por encima del medio millón —dijo el mercader—. Son mis cálculos. Preda, en el nombre del Errante, ¿se puede saber dónde han ido todos?

Bivatt frunció el ceño.

—Dele una patada a ese nido de magos que tiene, Letur Anict. Que se ganen sus exorbitados honorarios. El rey necesita saberlo. Cada detalle. Todo.

—De inmediato —dijo el hombre.

Mientras, ella haría lo mismo con el pelotón de acólitos del ceda. La redundancia era necesaria. Sin la presencia de los estudiantes elegidos por Kuru Qan, ella nunca se enteraría de todo lo que Letur Anict se guardaba en su informe final, jamás podría destilar las verdades de las medias verdades y las mentiras absolutas. Un problema constante cuando se trataba con contratistas privados; después de todo, ellos también tenían sus propios intereses y la lealtad a la corona era, para criaturas como Letur Anict, el nuevo comisionado de Drene, siempre secundaria.

Bivatt empezó a buscar una forma de bajar a la playa. Quería echar un vistazo más de cerca a esas canoas, sobre todo porque parecía que habían desmantelado secciones de sus proas. Una cosa muy rara. Con todo, un misterio manejable, un misterio del que puedo ocuparme y así no tengo que pensar en el resto.

«Más de medio millón.»

Por la bendición del Errante, ¿quién está ahora entre nosotros?




La Lezna’dan, tras la conquista edur

Los lobos habían llegado y después se habían ido, y allí donde se habían sacado los cadáveres a rastras de la masa sólida de la cima de la colina (donde los soldados desconocidos habían librado su última batalla), las señales de su festín eran evidentes, y ese detalle permaneció con el jinete solitario mientras llevaba su caballo al paso entre los cuerpos espatarrados e inmóviles. Saquear así a los muertos era... inusual. Los lobos de piel parda de esa llanura eran tan oportunistas como cualquier otro depredador de la Lezna’dan, por supuesto. Aun así, la larga experiencia con los humanos debería haber hecho huir a las bestias ante el primer olor amargo, aunque estuviera mezclado con el de la sangre derramada. Entonces ¿qué los había atraído a ese silencioso campo de batalla?

El jinete solitario, el rostro oculto tras una máscara de escamas carmesíes, tiró de las riendas cerca de la base de la colina baja. Su caballo se estaba muriendo, atormentado por escalofríos; antes del final del día, el hombre tendría que ir a pie. Mientras estaba desmontando su campamento al amanecer, esa mañana, una serpiente cornuda había picado al caballo mientras comía en una mata de hierbas de tallo astillado al borde de un barranco. El veneno era lento pero implacable, y no lo podía neutralizar ninguna de las hierbas y medicinas que llevaba el hombre. La pérdida era de lamentar pero no desastrosa, puesto que no viajaba con prisas.

Los cuervos dibujaban círculos sobre su cabeza, pero no descendió ninguno, ni su llegada los había apartado tampoco del festín; de hecho, había sido verlos sobrevolando la colina lo que lo había guiado hasta allí. Sus graznidos eran infrecuentes, de un tono extraño y apagado, casi quejumbroso.

Las legiones de Drene se habían llevado a sus muertos y no habían dejado más que a sus víctimas para alimentar las hierbas de la llanura. La escarcha de la mañana todavía dibujaba mapas relucientes en la piel oscura como la muerte, pero ya había empezado a fundirse y le pareció que esos soldados muertos estaban llorando, los rostros quietos, los ojos abiertos, las heridas mortales.

Se aupó sobre los estribos y examinó el horizonte (todo lo que podía ver) en busca de sus dos compañeros, pero las pavorosas criaturas todavía tenían que regresar de su caza, y se preguntó si habían encontrado un rastro nuevo y más tentador: los soldados letherii de Drene, que marchaban triunfantes y saciados de regreso a su ciudad. Si era así, habría una matanza ese día. La idea de venganza, sin embargo, era secundaria. Sus compañeros eran indiferentes a esos sentimientos. Que él viera, mataban por placer. Así pues, la aniquilación de los drene, y cualquier venganza que pudiera atribuirse al hecho, existía solo en su mente. La distinción era importante.

Pese a todo, una presunción de lo más satisfactoria.

Sin embargo, esas víctimas eran desconocidos, esos soldados con sus uniformes grises y negros. Despojados de armas y armaduras, los estandartes tomados como trofeos, su presencia en la Lezna’dan (en el corazón de la tierra natal del jinete) era perturbadora.

Conocía a los letherii invasores, después de todo. Las numerosas legiones con sus nombres peculiares y fieras rivalidades; conocía también a la intrépida caballería de los rosazules. Y los reinos y territorios todavía libres que lindaban con la Lezna’dan, los rivales d’rhasilhani, los keryn, el reino de Bolkando y el estado de Saphinand; había tratado o cruzado la espada con ellos años antes, y ninguno era como esos soldados.

De piel pálida, cabello del color de la paja o rojo como el óxido. Ojos azules o grises. Y... tantas mujeres.

Su mirada se posó en una de esos soldados, una mujer cerca de la cima de la colina. Mutilada por la hechicería, la armadura fundida en la carne retorcida, había sigilos visibles en esa armadura...

Desmontó, subió por la ladera abriéndose camino entre los cuerpos, los mocasines resbalando en barro empapado de sangre, hasta que se agachó al lado de la mujer.

Pintura en el camisote de bronce ennegrecido. Cabezas de lobo, un par. Uno tenía el pelo blanco y un solo ojo, el otro era de pelo plateado y negro. Un sigilo que el hombre no había visto antes.

Desconocidos sin duda.

Extranjeros. Allí, en la tierra de su corazón.

Tras la máscara frunció el ceño. Me fui. Demasiado tiempo. ¿Soy yo ahora el extraño?

Reverberaron redobles pesados por todo el suelo bajo sus pies. Se irguió. Sus compañeros regresaban.

Así pues, no había habido venganza, al fin y al cabo.

Bueno, todavía había tiempo.

El aullido lúgubre de los lobos lo había despertado esa mañana, sus llamadas habían sido lo primero que lo había llevado allí, a ese lugar, como si buscaran un testigo, como si de verdad lo hubieran emplazado. Y si bien sus gruñidos lo habían instado a continuar, no había llegado a ver a las bestias ni una sola vez.

Los lobos se habían alimentado, sin embargo, en algún momento de esa mañana. Habían sacado cuerpos a rastras de entre la multitud.

Sus pasos se fueron ralentizando a medida que bajaba la ladera, se fue deteniendo poco a poco hasta que se quedó inmóvil y contuvo el aliento mientras observaba con más atención los soldados muertos que lo cubrían todo.

Los lobos se han alimentado. Pero no como lo hacen los lobos... no... así...

Torsos desgarrados, costillas que sobresalían... habían devorado corazones. Nada más. Solo los corazones.

Los redobles se oían con más fuerza, más cerca, el estrépito de las garras siseando entre la hierba. En el cielo, los cuervos chillaron y huyeron volando en todas direcciones.

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