viernes, 25 de febrero de 2022

Prólogo de No Life Forsaken de Steven Erikson

La trilogía secuela de Malaz ha empezado a publicarse en español este febrero con su primera novela, Un dios inclemente. Pero Steven Erikson no está de brazos cruzados, ya que como el mismo nos informó desde finales de 2021 está embarcado en la escritura de la segunda entrega, que tiene como título No Life Forsaken (Ninguna vida olvidada). Esta segunda novela de la trilogía de los Testigos todavía tiene un largo recorrido por delante para estar completa, ya que muy posiblemente no esté concluida hasta mediados de 2023, pero afortunadamente al autor canadiense nos va haciendo pequeños adelantos de sus avances.
Si a principios de enero nos mostraba el epígrafe o cita que abrirá la novela (muy reveladora), poco después no enseñaba el nuevo mapa que ha dibujado para acompañar No Life Forsaken. Ambos elementos ya nos indicaban que en esta segunda novela de la trilogía secuela del Libro de los Caídos regresaremos al continente de Siete Ciudades.
Una última prueba de este regreso la tenemos en el mismo prólogo de No Life Forsaken, que Erikson colgó completo en su página de facebook, y que hoy os traigo traducido al español. Si ya habéis terminado la lectura de Un dios inclemente, aquí tenéis ya el primer adelanto de lo que nos espera en la segunda novela de la trilogía de los Testigos.

Siete Ciudades, mapa de Joshua Butler.


PRÓLOGO

"Durante el reinado de Mallick Rel, los jaghut invadieron".
Una breve historia del Imperio de Malaz
Capitulo dos
Stulbus Infalaylán Trepvit


Jhag Odhan, frontera malazana, continente de Siete Ciudades

Observadas solo por un puñado de lagartos que tomaban el sol en las rocas, tres jaghut se acercaron a las ruinas, una desde el norte, una desde el oeste y una desde el suroeste. Llegaron más o menos al mismo tiempo para encontrarse entre los escombros de lo que una vez había sido no solo una majestuosa torre cuadrada, sino también una mansión y sus dependencias e incluso parte de un pueblo de piedra que flanqueaba el lado más cercano al lecho seco del arroyo.
—Así que estamos de acuerdo, entonces —dijo la del norte. —¿Cian?
Cian, que había venido del oeste, asintió gravemente y luego desvió su mirada fría y casi sin vida hacia la que había venido del suroeste.
—¿Cobalto?
—No estoy segura, —respondió Cobalto.— Parecen... oscuros.
—¿Oscuro? —preguntó Cian, levantando las cejas casi sin pelo, una mano de dedos largos se alzó para acariciar sus colmillos dorados. —Por favor, explícate, Cobalto.
—¿Quién lo entenderá? —preguntó ella. —Dime eso. ¿Cian? ¿Indigg? Una invitación a la ausencia de matices, una franqueza casi beligerante en la obstinación.
—¿Franqueza? —repitió Indigg en un tono pensativo, y luego asintió. —Me gusta eso. ¿Puedo usarlo, Cobalto?
—Eso depende, Indigg.
—¿De qué, si puedo preguntar?
Cobalto frunció el ceño a Indigg. 
—Preveo algún ingenioso truco de connotación, como corresponde a tu costumbre.
Invitando a la inocencia, Indigg parpadeó rápidamente. 
—¿Me acabas de insultar?
—Insultar el hábito, —recitó Cian,— es insultar al habitante.
Con la mirada cambiando rápidamente a Cian, Cobalto dijo: 
—Podrías decirlo, ya que todos los que tienen la cultura adecuada no pueden evitar detestar el hedor de la hierba en esa miserable pipa tuya. 
Cian olió, levantando la barbilla. 
—Me confundes con otro. No uso pipa.
—Nargile, entonces, perra pedante. Me lloran los ojos, me pica la nariz en las cavernas superiores...
—Y son cavernas voluminosas, —observó Indigg. —¿Podemos volver al asunto que nos ocupa?
—Retira ese comentario sobre el tamaño de mi nariz y tal vez podamos, Indigg.
—Muy bien, Cobalto, me retracto de mi enteramente certera observación, como corresponde a tu sensibilidad.
—Oh, es una mejora. Gracias, Indigg.
—Entonces, —dijo Cian con un suspiro pesado, más bien teatral, —¿estamos de acuerdo?
—Estoy de acuerdo —dijo Indigg.
—Sé más precisa —espetó Cian.
—Estoy de acuerdo contigo, querida Cian. En esta cuestión.
—Bien. Gracias, Indigg. Por fin, Cobalto —continuó Cian—, volvemos a ti. ¿El tema sigue siendo oscuro? 
—Después de todo esto, ¿cómo podría? —preguntó Cobalto, mirando hacia abajo y pateando un pedazo de escombros. —¿Qué pasó aquí, de todos modos?
Indigg dijo: 
—Intenté construir una Civilización de Uno.
—¿De uno? —preguntó Cobalto, y luego asintió, —Ah, por supuesto. Uno es el límite máximo para que una civilización no se despedace a si misma. Entiendo. ¿Por qué entonces estas casas, el palacio y todo eso? ¿Por qué no simplemente la única torre, gloriosa y pertinente, de pronunciamiento poco sutil?
—Me di cuenta de que un solo edificio podría sentirse solitario.
—¿Atribuir sensibilidad a una piedra ciega y sin sentido? ¡Qué peculiar!
Indigg resopló. 
—No más peculiar que atribuir sensibilidad a criaturas que viven apenas un siglo... si tienen suerte.
—Ah. Buena apreciación. Ahora, ¿por donde iba?
—No tenemos idea, —siseó Cian con cierta frustración. —Las ruinas de esta civilización, los cinco edificios de la misma, o si finalmente estamos de acuerdo sobre el asunto en cuestión.
—Bueno, —aventuró Cobalto, —no obtuve mi respuesta, ¿verdad? Indigg, ¿qué pasó con tu Civilización de Uno, a menos que probaras que la premisa original era falsa? Y, en consecuencia, incluso si una sola persona no puede sostener una civilización, ¿debería levantarse de la cama con el proverbial pie izquierdo?
Indigg miró a su alrededor, evidentemente revisando los eventos que dieron lugar a la desaparición de su naciente experimento, y luego dijo: 
—Putos malazanos.
—Me parecen agradables —dijo Cobalto, con los ojos ahora en Cian. 
—¡Por fin! ¡Bendita Laseen! Como dirían los lugareños. Estamos de acuerdo, pues, que estos nuevos nombres que hemos elegido para nosotros son de nuestro agrado. 
Y miró a las demás en busca de una última confirmación.
Cobalto asintió y sonrió.
Indigg pareció considerarlo por un momento, o mejor dicho, reconsiderarlo, y las otras dos jaghut se pusieron rígidas. Entonces Indigg dijo: 
—Me gustan estos nuevos nombres. Son... coloridos.
Las tres se quedaron en silencio por un tiempo, y luego comenzaron a reír, la risa corriendo entre los escombros, los bloques de piedra destrozados, las paredes rotas, los tiestos de color ocre inmaculados que eran todo lo que quedaba de las vasijas hechas pero nunca usadas, el sonido se elevaba en el aire polvoriento por encima de la miserable llanura de hierba amarilla, los cactus y los arbustos espinosos que se apiñaban en los bordes del arroyo seco, asustando a los pájaros en los matorrales y haciendo que los lagartos al sol se sobresaltaran y levantaran la cabeza.
Y cuando por fin la risa se apagó, la jaghut que había venido del oeste se volvió hacia la jaghut que había venido del norte y le preguntó: 
—¿Los malazanos en general, o uno en particular?
Y la jaghut del norte suspiró de nuevo, añadiendo un poco de ceño fruncido para arrugar su frente escamosa. 
—Hay un nombre que he aprendido a maldecir en particular.
—¿Mmm?
Miró hacia el este, como si pudiera escudriñar profundamente en la vasta provincia del Imperio de Malaz conocida como Siete Ciudades. Y cuando pronunció el nombre, pronunció cada sílaba con precisión. 
—La sargento Felicidad Rolly.
La jaghut del oeste gruñó con conmiseración. 
—¿Vamos a cazar y destruir a esta sargento Felicidad Rolly?
A lo que la ofendida jaghut retrocedió visiblemente. 
—¿Estas loca?
—¡Oh! ¿Tan formidable?
—¡Apenas consciente! Pero por todo eso, queridísima hermana, simplemente la adoraba. ¿Y debo añadir admiración? Por qué no, porque en verdad la admiro. No, no hay destrucción, en absoluto.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí, con nuestros nuevos nombres y todo?
—Estaba pensando, hermanas, en la posible creación de una Civilización de Tres.
Por supuesto, se rieron de nuevo. Más tiempo, esta vez.
Desde sus rocas planas al sol, las lagartijas correteaban por las grietas, hendiduras y agujeros del suelo. Volvería a estar soleado mañana, después de todo. Por el momento, en medio de toda esa extraña y escalofriante risa, más valía prevenir que lamentar.

***** 

Frontera Imperial occidental, continente de Siete Ciudades

La confianza no fue lo que hizo que el cabo Kesp Bandan mirara una y otra vez a los tres soldados que cabalgaban detrás de él. Después de todo, dos eran de su propio escuadrón. El otro había venido de lo que quedaba de un escuadrón diferente, pero en la misma compañía, lo que significa que él tampoco era particularmente desconocido. De hecho, todo lo contrario ya que las cosas habían llegado a un estado tan lamentable.
El puesto de avanzada de la guarnición constaba ahora de elementos de los escuadrones quinto y sexto de la Séptima Compañía de infantería de marina de la XXXI Legión. Un detalle preocupante en sí mismo. La Séptima estaba dispersa en puestos avanzados a lo largo de la frontera occidental frente a los páramos cubiertos de hierba del Jhag Odhan. Así que cuando surgían problemas, de vez en cuando, los puestos de avanzada estaban solos la mayoría de las veces.
El sexto escuadrón había sido mermado en una pelea hacía cuatro meses, dejando apenas una mano con vida. Y dado que los reemplazos no llegarían pronto, bueno, uno tenía que arreglárselas. 
Incluso el capitán de la compañía solía estar en algún lugar a leguas de distancia, apagando otros incendios o peleándose con el puño en el cuartel general del ejército en Panpot'sun. No es que fuera agradable tener cerca a la Tía Hagg, ya que a menudo empeoraba las cosas y Kesp tenía una saludable aversión a que las cosas empeoraran. Concediendo que la presencia del cabo en la infantería de marina fuera un poco misteriosa, por supuesto, donde se esperaba que sucedieran cosas malas, pero ese era un misterio que no consideraba muy a menudo. Demasiados espacios en blanco en su propio pasado, la maldición de las lesiones en la cabeza que ni siquiera el Alto Denul podía remediar.
Por lo tanto, no era una cuestión de confianza. Dos zapadores en un solo escuadrón ya era bastante malo. Tres era una maldita sentencia de muerte, para ellos y para todos los demás. En ese momento, simplemente cabalgaban hacia el Jhag Odhan. Fue el comportamiento tranquilo y silencioso de los zapadores detrás de él lo que inquietó a Kesp. La ausencia de conversación era especialmente preocupante.
Cabalgaban a un ritmo pausado. La fina voluta de humo que tenían delante todavía estaba lejos. Obviamente no era un incendio forestal, pero era la estación seca y ni siquiera los salvajes de la región se arriesgarían a encender un fuego para cocinar en la llanura. Especialmente con este viento caliente y racheado que azotaba los pastos amarillos que llegaban a la altura de las rodillas por todos lados. Alguien por ahí estaba siendo estúpido.
Al superar una colina baja, el cabo de repente tiró de las riendas e hizo girar a su caballo. 
—Está bien, —dijo, —asegurémonos de que este encuentro no salte por los aires, ¿entendido?
Los zapadores se detuvieron, las monturas en fila frente al cabo, los caballos bajaron la cabeza casi de inmediato para alcanzar la hierba.
—¿Señor? —preguntó Yell Rubb, levantando las cejas bajo su nuevo gorro de cuero: demasiado pulido, demasiado rígido y un poco demasiado pequeño para la cabeza bastante pequeña de Yell, lo que sugería que el gorro había sido diseñado para un niño. Aunque por qué alguna vez un niño necesitaría uno era un asunto que era mejor dejar sin explorar. Una compra en un puesto del mercado, sin duda, ya que estos zapadores eran conocidos por comprar basura en todos los mercados de mierda a lo largo de toda la frontera.
—¿No estaba claro? —preguntó Kesp.
—No somos pesados, señor —respondió Yell, frunciendo el ceño.
Con los labios apretados, Kesp Bandan estudió a los tres hombres. Todos tenían el pelo mal cortado a la altura de los hombros, andrajoso y atado con diversos hilos. Llevaban medio ponchos de cáñamo tejido sobre chalecos de malla que cubrían las camisas de lino y calzas revestidas de cuero adecuadas para montar. Cada uno llevaba un broche de un violín de plata que abrochaba sus medios ponchos.
Zapadores, en otras palabras.
Se preguntó cuántas municiones habrían escondido debajo de sus ropas para esta salida. El problema era que anticipar problemas generalmente traía problemas.
Kesp dijo: 
—Nos dirigimos hacia allí para sofocar un pequeño incendio. Literalmente. Probablemente un fuego de cocina, con un puñado de miserables don nadies reunidos a su alrededor. No serán peligrosos. Nosotros apareciendo los aterrorizaremos. Los pondremos en orden y luego seguiremos nuestro camino. ¿Comprendido?
Los tres hombres lo estudiaron con expresiones vacías.

***** 

Las tres mujeres jaghut se sentaron alrededor de la fogata. Indigg estaba contando una historia, ya que las tres sabían muy bien que las fogatas invocaban invariablemente el solemne deber de contar una historia. Ella estaba bien avanzada en su historia, su audiencia cautivada, o al menos aún no se había quedado dormida, lo que en sí mismo era un triunfo de la oratoria. Hasta que por fin llegó a la conclusión del cuento.
—… y la gran piedra de molino giró, haciendo que todo lo que acababa de suceder careciera por completo de significado, ya que está destinado a repetirse, con pequeñas variaciones, una y otra vez. Como lo ha hecho antes y está condenado a hacerlo de nuevo. Y en cuanto a los pueblos de este vasto mundo y todas sus antiguas y sagradas civilizaciones, nada cambia allí tampoco. Todavía usan los mismos mazos para aplastar los cráneos de los demás. Las mismas lanzas. Las mismas espadas. Es como si su inteligencia cultural colectiva estuviera perpetuamente atrofiada, en bancarrota y, por lo demás, fuera absurdamente irreal.
—¿Se repite? —exigió Cian. —¿Es eso lo que estás diciendo?
—Eso mismo.
—¿Desperdiciaste media noche contándonos una historia sin sentido de idiotez nihilista que simplemente devolvió a todos y al propio mundo al mismo sitio donde comenzó?
—Sí.
—¡Genio! —gritó Cian, inclinándose hacia atrás para levantar las manos. —¡Me embaucaste! ¡Me engañaste! ¡Me despistaste! Seducida por la creencia de la causa y efecto, del libre albedrío, todos estos personajes... ¡vaya, no vi las cuerdas moviéndolos de un lado a otro! ¡Lo juro! ¿Qué hay de ti, Cobalto? 
La cual resopló ante la pregunta. 
—En mi mente, para no interrumpir, fíjate, vi todo lo que se avecinaba. Todas y cada una de las veces. La misma previsibilidad me deleitó, ya que demostró lo inteligente que soy, mucho más inteligente que los demás, no hace falta decirlo. De esta manera, pues, me entretuve y ¿qué otro valor tiene la historia?
—En efecto —estuvo de acuerdo Cian. —Puras y torpes correrías de un lado a otro, estuve muchas veces al borde de la falta de aliento, casi emocionada, incluso ocasionalmente casi divertida. Vaya, sé que viste que no me moví, ni un solo tic para revelar nada. No, yo era la audiencia estoica, la centinela incondicional de la dispensación. ¿Es bueno? ¿No es bueno? ¿Tienes habilidad? ¿No tienes habilidad? ¿Eres siquiera digna de vivir? ¡Todo este poder, ahuecado aquí en mis manos!
—De nada, querida audiencia —murmuró Indigg, con un tímido pestañeo en los ojos. —No podría estar más agradecida. 
La mirada de Cian se estrechó sospechosamente en Indigg. 
—Siento algo adverso en esa declaración. No podrías estar más agradecida. ¿Por qué? ¿Por qué no podrías estar más agradecida?
—Porque, queridas, maldita sea tu débil alabanza, ¿no es así?
—Bueno, yo podría haberlo hecho mejor —dijo Cobalto. —Para empezar, bueno, giraría la gran piedra de molino en sentido contrario. Sí, es verdad. Arrancaría cada semilla, desnaturalizaría la fragante invitación del dulce polen, y haría del relato una lista de listas, una braza apretada de cajas escritas en vitela, ¡y luego marcaría cada una! ¡Así! ¡Completa! Ahora, amigas mías, no es necesario contar ninguna otra historia, porque he completado la última, la final. ¿Dónde la verás, te preguntas? ¿Cuándo la escucharás o la leerás, te preguntas? ¿El tomo, el pergamino, el gran volumen de mi genio? 
Levantó la mano y se golpeó el costado de la sien sin pelo.
—Aquí dentro, y aquí dentro permanecerá, ya que ninguna de vosotras es digno de ella.
—La civilización es realmente algo tenso —murmuró Cian, ahora inexplicablemente abatida. —Para mostrar amor y deleite aplastando la flor bajo el talón, y luego denunciar el prado incoloro y sin vida por todos lados.
—La historia ni siquiera era mía, —agregó Indigg en un tono triste.
Pero ahora el sonido de los cascos de los caballos golpeando el suelo seco y agrietado las alcanzó, y las tres se quedaron en silencio para esperar a los visitantes no invitados, lo que indicaba el alcance de su falta de curiosidad. O el estado de ánimo, contaminado como estaba ahora.
Cuatro jinetes, tres dirigidos por uno, frenaron a una docena de pasos de distancia.
Indigg frunció el ceño.
 —Malazanos.
Cian se giró para observarlos. 
—¿Cuál es la sargento Felicidad Rolly?
—Ninguno.
—Oh  —dijo Cobalto.  —Bueno, ¿cuántos malazanos hay?
—Unos cuantos miles por lo menos —dijo Indigg, frunciendo el ceño y levantándose para quitarse el polvo ahora que la nube de la llegada de los malazanos había pasado.  —O eso creo.
—¿Pueden entendernos?  —preguntó Cian.  —¿O sólo farfullamos a sus oídos?
—Estoy segura de que sí  —dijo Indigg,  —ya ​​que estamos hablando su lengua materna.
—¿Estamos?  —preguntó Cobalto.  —¿Lo estás haciendo, Indigg?
—Para facilitar las cosas, sí.
—Inteligente —dijo Cian—, pero inquietante. ¿No señaló el mismo Gothos los principios fundacionales del horror que es la civilización, y no comenzó con el triste desarrollo del lenguaje común? La capacidad misma de una persona para entender lo que otra persona dice...
—Y no dice  —agregó Cobalto.
—Y no dice, en efecto. Bueno, ¿no es ahí donde comienza todo el problema?
Pero Indigg negó con la cabeza. 
 —Al otro lado del libro, queridas hermanas, hay un garabato, un borrón, el escarbar sin sentido de un cuervo a través de un charco de tinta. Desde cualquier lado, la comprensibilidad contra el balbuceo, se puede obtener todo tipo de violencia. Potencialmente, es decir. Tal fue el error de Gothos, sostengo. En resumen, la No-Civilización es tan bárbara, viciosa y horrenda como la Civilización. Solo que menos bien organizada. 
El malazano que lideraba habló: 
—Por favor, apague ese fuego. Esta es la estación seca, después de todo, y con el viento como está, lo último que necesitamos es un incendio forestal.
—Puede que no esté de acuerdo —dijo Indigg. Hizo un gesto con una mano en un suave movimiento de barrido. —El fuego engendra rejuvenecimiento en tierras como estas. Puedes considerarlo la gran piedra de molino de la naturaleza, de forma cíclica. De hecho, cíclica en esencia.
—Pero no es fácil escapar de un incendio forestal, ¿verdad? ¿Y tu casa de campo? ¿Tus rebaños de ganado? ¿Qué hay de tu tierra?
Indigg ahora miró a su alrededor. 
—No veo tales cosas, me temo.
—La frontera occidental del Imperio de Malaz no está marcada por ningún rasgo físico, jaghut. Ni un río, ni siquiera una cadena de colinas. Son pastizales hasta los diversos ranchos y granjas del imperio. Los incendios de pasto no se detendrán en esa frontera.
—Ese hombrecito mal educado tiene razón —observó Cian.
—Pero no en lo que el que él cree que está haciendo —dijo Indigg. 
El malazano suspiró. 
—Solo apaga el fuego.
Cobalto miró a Indigg con el ceño fruncido. 
—Ilumíname, Indigg. ¿Qué consideración involuntaria estaba haciendo a parte de la apreciación que tenía la intención de hacer?
—Pues que este lado de la frontera del Imperio de Malaz está fuera del Imperio de Malaz y, por lo tanto, no está bajo la jurisdicción del Imperio de Malaz. Ya sabes. Fronteras. Esa cuestión.
—Una muy buena —dijo Cian, volviéndose hacia el soldado de Malaz. —¿Qué dice usted, señor? ¿Hemos sido invadidas? ¿Estamos ahora en guerra?
Ante eso, el hombre retrocedió visiblemente. 
—¡No! Quiero decir, ¡por supuesto que no! Mira, considerad solo ser buenas vecinas. Los incendios forestales están fuera del control de cualquiera, y sí, sucederán y sí, probablemente sea saludable para el suelo y todo eso. —Señaló la fogata. —Pero eso no es un acto de la naturaleza, ¿verdad?
—En realidad —dijo Cobalto —lo encendí con un rayo. Anoche.
—También puede notar —agregó Cian, —que no está quemando nada. Más bien, no es más que la apariencia de un fuego, y de hecho también la apariencia de una columna de humo gris claro que se eleva de él, con la que Indigg trató de convocarlos a ustedes, malazanos, y bueno, aquí están. La inteligente Indigg.
El hombre se tomó unos momentos para resolver todo esto. Siendo un ser apenas consciente. Luego dijo: 
—Nuestro puesto avanzado de la guarnición está a menos de una legua al este de aquí. Simplemente podríais habernos visitado. 
—Oh, —dijo Indigg —tenemos la intención de hacerlo. Pero pensamos que era mejor tener una escolta. Es decir, tú y tus tres misteriosos compañeros con las manos escondidas debajo de sus capas extrañamente cortas.
El hombre con el que habían estado hablando ahora se dio la vuelta rápidamente en su silla y espetó: 
—¡Tranquilos, zoquetes descerebrados!
—Parecen de modales toscos —dijo Indigg en un aparte a sus compañeras. —Pero solo es ocasionalmente relevante.
—¿Solo ocasionalmente, Indigg? ¿Cómo se puede saber, entonces? En términos de relevancia.
—Eso es lo que me confundió la primera vez —dijo Indigg. —Podemos agregarlo a nuestra lista de preguntas para la sargento Felicidad Rolly.
El malazano se volvió hacia atrás, con una expresión algo diferente. 
—¿Felicidad Rolly? ¿Dijiste Felicidad Rolly?
Indigg sonrió y luego borró rápidamente esa sonrisa de su rostro, ya que parecía haber alarmado a los cuatro hombres. Ella tenía ese efecto por alguna razón, también desconcertante. 
—Sí. Sargento Felicidad Rolly. Nos hemos conocido, ya ves. Un pequeño malentendido, por el cual tengo la intención de disculparme. ¿Está en el puesto avanzado de la guarnición del que hablaste? 
—Uh, no, no está. Ella está… bueno, no sé dónde está. Pero puedo mandar un mensaje. Tu disculpa, eso mismo. Puedo mandar eso. Nuestro imperio tiene un excelente servicio postal.
—No, eso no servirá —dijo Indigg. —Deberás escoltarnos hasta Felicidad Rolly.
—No puedo, me temo —dijo el hombre, que ahora sudaba inexplicablemente debajo de su casco. —Estamos, eh, establecidos en este puesto avanzado. 
—Entonces nos harás llegar al siguiente puesto avanzado, y así sucesivamente, hasta que estemos ante la sargento Felicidad Rolly. —Indigg se volvió hacia Cian y Cobalto. —¿No parece esto razonable?
—Lo es.
—Para mí también, Indigg. Perfectamente razonable.
—Me temo —dijo el hombre, —que no podemos permitiros cruzar la frontera para entrar en el Imperio de Malaz, jaghut.
—¿Por qué no? —preguntó Indigg.
—Bueno, no podéis ser controlad...
—¡Ajá! —gritó Cobalto. —¡Lo sabía! 
Señaló con el dedo a Indigg.
—¿Qué te dije sobre el control? El segundo principio de la maldición de la civilización, dijo Gothos. Aquí no cooperaremos con este imperio. Yo digo que invadamos. 
—¿Con llamas y ruina? —preguntó Cian, con los ojos iluminándose. —¡Que interesante!
Uno de los tres soldados furtivos detrás del portavoz se acercó ahora a susurrarle algo en un intercambio rápido y un tanto frenético. El resultado del cual pareció derrotar al portavoz, que ahora se enfrentaba a la jaghut. 
—Está bien, —dijo —las escoltaremos hasta nuestra capitán. Ella puede arreglar todo esto. Pero debo decirte que si planeas matar a Felicidad Rolly, mejor piénsalo de nuevo. No quieres que nos cabreemos.
—¿Matar? ¿Cabrear? Por supuesto que no, —explicó Indigg. —De hecho, tenemos un regalo para ella. Que, ahora anuncio por lo presente, debe ser entregado directamente en sus manos. Ahí está, he hablado.
El hombre hizo una mueca y luego se encogió de hombros y dijo: 
—Debería decirles que no creemos que Rolly esté en ningún lugar de este continente.
Indigg agitó una mano. 
—Los continentes van y vienen. La encontraremos.
El hombre se inclinó hacia adelante en su silla de montar. 
—Pero definitivamente no es una invasión, ¿verdad? —preguntó. —¡Y por favor apaga ese fuego!
Indigg miró a Cian y luego a Cobalto. 
—Así pues —dijo ella, —¿estamos de acuerdo entonces? 




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