Poco falta ya para concluir 2013 y si los Dioses Antiguos y Nuevos son bondadosos el año que viene quizá traiga consigo Winds of Winter, la esperada sexta parte de Canción de Hielo y Fuego. George R. R. Martin todavía tiene mucho trabajo por delante, y aun en el caso de que el libro se publicase durante 2014 en EE. UU. todavía tendríamos que esperar bastante para verlo editado en español. Para aligerar esa larga espera aún tenemos unos cuantos capítulos de Winds of Winter que Martin va dejando caer con cuentagotas. Para despedir el año 2013 os traigo un nuevo capítulo protagonizado por Arianne Martell. Disfrutadlo y feliz año 2014. Ojalá el año nuevo venga cargado de Vientos de Invierno.
ARIANNE
La mañana en que dejó los Jardines del Agua, su padre se levantó de la silla para besarla en ambas mejillas. —El destino de Dorne va contigo, hija—, le dijo, mientras apretaba el pergamino contra su mano. —Viaja rápida, viaja segura, sé mis ojos y oídos y voz… pero por encima de todo, ten cuidado.
—Lo haré, Padre—. No derramó una lágrima. Arianne Martell era una princesa de Dorne, y los dornienses no malgastaban el agua a la ligera. Aunque estuvo cerca de hacerlo. No eran los besos de su padre ni sus entrecortadas palabras lo que hacían que sus ojos se humedeciesen, sino el esfuerzo que le había llevado a estar sobre sus pies, sus piernas temblando bajo él, sus articulaciones hinchadas e inflamadas a causa de la gota. Mantenerse en pie era un acto de amor. Mantenerse en pie era un acto de fe.
«Cree en mí. No le fallaré.»
Los siete partieron juntos en siete monturas de arena dornienses. Un pequeño grupo viaja más rápido que uno mayor, pero el heredero de Dorne no cabalga solo. De Bondadivina vino Ser Daemon Arena, el bastardo; antes escudero de Oberyn, ahora escudo juramentado de Arianne. De Lanza del Sol dos valientes y jóvenes caballeros, Joss Hood y Garibald Shells, para unir sus espadas a la suya. De los Jardines del Agua siete cuervos y un alto mozo para cuidarlos. Su nombre era Nate, pero había estado trabajando con los pájaros tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Plumas. Y puesto que una princesa debe tener algunas mujeres que la asistan, su compañía también incluía a la bella Jayne Ladybright y a la salvaje Elia Arena, una muchacha de catorce años.
Partieron dirección noroeste, a través de estepas, secas llanuras y pálidas arenas hacia Colina Fantasma, la fortaleza de la Casa Toland, donde el navío que les llevaría a través del Mar de Dorne les aguardaba.
—Envía un cuervo siempre que tengas noticias— le había dicho el Príncipe Doran, —pero informa sólo de lo que sepas que es cierto. Estamos perdidos en la niebla, asediados por rumores, falsedades, y cuentos de viajeros. No me atreveré a actuar hasta que sepa a ciencia cierta qué está ocurriendo.
«La guerra está ocurriendo», pensó Arianne, y esta vez Dorne no se librará de ella. —La perdición y la muerte se acercan— le había advertido Ellaria Arena, antes de despedirse del Príncipe Doran. —Es hora de que mis pequeñas serpientes se dispersen, será lo mejor para sobrevivir a la masacre.
Ellaria volvía a los dominios de su padre en Sotoinfierno. Con ella iba su hija Loreza, que había alcanzado la edad de siete años. Dorea permanecía en los Jardines del Agua, una niña entre cien. Obella iba a ser enviada a Lanza del Sol, para servir como copera a la esposa del castellano, Manfrey Martell.
Y Elia Arena, la mayor de las cuatro hijas que el Príncipe Oberyn había engendrado con Ellaria, cruzaría el Mar de Dorne con Arianne. —Como una dama, no una lanza— le había dicho su madre firmemente, pero como todas las Serpientes de Arena, Elia tenía su propia opinión.
Cruzaron las arenas en dos largos días y dos noches, parando sólo tres veces a cambiar de monturas. A Arianne se le antojó solitario, rodeada por tantos desconocidos. Elia era su prima, pero casi una niña, y Daemon Arena… las cosas nunca habían sido las mismas entre ella y el Bastardo de Bondadivina después de que su padre rechazara su petición de mano. «Él era un niño entonces, además de bastardo, no era el consorte apropiado para una princesa de Dorne, él lo tenía que haber sabido mejor que nadie. Y fue la voluntad de mi padre, no la mía.» Al resto de sus compañeros apenas los conocía.
Arianne extrañaba a sus amigos. Drey y Garin y su dulce Slyva habían sido parte de ella desde que era pequeña, confidentes que habían compartido sus sueños y secretos, animándola cuando estaba triste, ayudándola a afrontar sus miedos. Uno de ellos la había traicionado, pero los echaba de menos a todos por igual. «Fue culpa mía.» Arianne los había mantenido al margen de su plan para huir con Myrcella Baratheon y coronarla reina, un acto de rebelión con el objetivo de forzar la intervención de su padre, pero alguien se había ido de la lengua y había dado al traste con sus planes. La torpe conspiración no había logrado nada, aparte de costarle a Myrcella parte de su cara, y a Ser Arys Oakheart su vida.
Arianne echaba de menos también a Ser Arys, más incluso de lo que hubiera pensado. «Me amó locamente, se dijo, incluso cuando nunca fui más que su confidente. Hice uso de él en mi cama y en mi plan, tomé su amor y su honor, y no le di más que mi cuerpo. Al final él no podía vivir con lo que habíamos hecho.» ¿Por qué si no habría cargado su caballero blanco contra la alabarda de Areo Hotah, para morir de la forma que lo hizo? «Fui una niña estúpida, jugando al juego de tronos como un borracho a los dados.»
El coste de su error fue caro. Drey había sido enviado hasta Norvos, Garin exiliado a Tyrosh durante dos años, su dulce, tonta y sonriente Slyva entregada en matrimonio a Eldon Estermont, un hombre de edad suficiente como para ser su abuelo. Ser Arys había pagado con su sangre, Myrcella con una oreja. Sólo Ser Gerold Dayne había escapado. Estrellaoscura. Si el caballo de Myrcella no lo hubiera evitado en el último instante, su espada larga le habría abierto de pecho a cintura en vez de cortarle la oreja. Dayne era su pecado más grave, aquel del que Arianne más se lamentaba. Con un golpe de su espada, había tornado su fallido plan en algo sucio y sangriento. Si los dioses eran bondadosos, Obara Arena le habría colgado en su fortaleza, poniéndole fin.
—Lo haré, Padre—. No derramó una lágrima. Arianne Martell era una princesa de Dorne, y los dornienses no malgastaban el agua a la ligera. Aunque estuvo cerca de hacerlo. No eran los besos de su padre ni sus entrecortadas palabras lo que hacían que sus ojos se humedeciesen, sino el esfuerzo que le había llevado a estar sobre sus pies, sus piernas temblando bajo él, sus articulaciones hinchadas e inflamadas a causa de la gota. Mantenerse en pie era un acto de amor. Mantenerse en pie era un acto de fe.
«Cree en mí. No le fallaré.»
Los siete partieron juntos en siete monturas de arena dornienses. Un pequeño grupo viaja más rápido que uno mayor, pero el heredero de Dorne no cabalga solo. De Bondadivina vino Ser Daemon Arena, el bastardo; antes escudero de Oberyn, ahora escudo juramentado de Arianne. De Lanza del Sol dos valientes y jóvenes caballeros, Joss Hood y Garibald Shells, para unir sus espadas a la suya. De los Jardines del Agua siete cuervos y un alto mozo para cuidarlos. Su nombre era Nate, pero había estado trabajando con los pájaros tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Plumas. Y puesto que una princesa debe tener algunas mujeres que la asistan, su compañía también incluía a la bella Jayne Ladybright y a la salvaje Elia Arena, una muchacha de catorce años.
Partieron dirección noroeste, a través de estepas, secas llanuras y pálidas arenas hacia Colina Fantasma, la fortaleza de la Casa Toland, donde el navío que les llevaría a través del Mar de Dorne les aguardaba.
—Envía un cuervo siempre que tengas noticias— le había dicho el Príncipe Doran, —pero informa sólo de lo que sepas que es cierto. Estamos perdidos en la niebla, asediados por rumores, falsedades, y cuentos de viajeros. No me atreveré a actuar hasta que sepa a ciencia cierta qué está ocurriendo.
«La guerra está ocurriendo», pensó Arianne, y esta vez Dorne no se librará de ella. —La perdición y la muerte se acercan— le había advertido Ellaria Arena, antes de despedirse del Príncipe Doran. —Es hora de que mis pequeñas serpientes se dispersen, será lo mejor para sobrevivir a la masacre.
Ellaria volvía a los dominios de su padre en Sotoinfierno. Con ella iba su hija Loreza, que había alcanzado la edad de siete años. Dorea permanecía en los Jardines del Agua, una niña entre cien. Obella iba a ser enviada a Lanza del Sol, para servir como copera a la esposa del castellano, Manfrey Martell.
Y Elia Arena, la mayor de las cuatro hijas que el Príncipe Oberyn había engendrado con Ellaria, cruzaría el Mar de Dorne con Arianne. —Como una dama, no una lanza— le había dicho su madre firmemente, pero como todas las Serpientes de Arena, Elia tenía su propia opinión.
Cruzaron las arenas en dos largos días y dos noches, parando sólo tres veces a cambiar de monturas. A Arianne se le antojó solitario, rodeada por tantos desconocidos. Elia era su prima, pero casi una niña, y Daemon Arena… las cosas nunca habían sido las mismas entre ella y el Bastardo de Bondadivina después de que su padre rechazara su petición de mano. «Él era un niño entonces, además de bastardo, no era el consorte apropiado para una princesa de Dorne, él lo tenía que haber sabido mejor que nadie. Y fue la voluntad de mi padre, no la mía.» Al resto de sus compañeros apenas los conocía.
Arianne extrañaba a sus amigos. Drey y Garin y su dulce Slyva habían sido parte de ella desde que era pequeña, confidentes que habían compartido sus sueños y secretos, animándola cuando estaba triste, ayudándola a afrontar sus miedos. Uno de ellos la había traicionado, pero los echaba de menos a todos por igual. «Fue culpa mía.» Arianne los había mantenido al margen de su plan para huir con Myrcella Baratheon y coronarla reina, un acto de rebelión con el objetivo de forzar la intervención de su padre, pero alguien se había ido de la lengua y había dado al traste con sus planes. La torpe conspiración no había logrado nada, aparte de costarle a Myrcella parte de su cara, y a Ser Arys Oakheart su vida.
Arianne echaba de menos también a Ser Arys, más incluso de lo que hubiera pensado. «Me amó locamente, se dijo, incluso cuando nunca fui más que su confidente. Hice uso de él en mi cama y en mi plan, tomé su amor y su honor, y no le di más que mi cuerpo. Al final él no podía vivir con lo que habíamos hecho.» ¿Por qué si no habría cargado su caballero blanco contra la alabarda de Areo Hotah, para morir de la forma que lo hizo? «Fui una niña estúpida, jugando al juego de tronos como un borracho a los dados.»
El coste de su error fue caro. Drey había sido enviado hasta Norvos, Garin exiliado a Tyrosh durante dos años, su dulce, tonta y sonriente Slyva entregada en matrimonio a Eldon Estermont, un hombre de edad suficiente como para ser su abuelo. Ser Arys había pagado con su sangre, Myrcella con una oreja. Sólo Ser Gerold Dayne había escapado. Estrellaoscura. Si el caballo de Myrcella no lo hubiera evitado en el último instante, su espada larga le habría abierto de pecho a cintura en vez de cortarle la oreja. Dayne era su pecado más grave, aquel del que Arianne más se lamentaba. Con un golpe de su espada, había tornado su fallido plan en algo sucio y sangriento. Si los dioses eran bondadosos, Obara Arena le habría colgado en su fortaleza, poniéndole fin.