Como todos sabeis George R. R. Martin está en pleno proceso de escritura de Winds of Winter, el sexto libro de la saga Canción de Hielo y Fuego. Los más optimistas esperamos que el libro esté listo para publicarse a finales de 2015 en Estados Unidos, así que mientras tanto nos tenemos que conformar con los pocos capítulos que el autor lee de vez en cuando en convenciones o encuentros con los fans.
Afortunadamente en EE.UU ha salido a la venta hace poco tiempo la edición en tapa blanda de Danza de Dragones y como regalo especial para los lectores incluía el primer capítulo de Vientos de Invierno protagonizado por Ser Barristan Selmy. Aquí os dejo la traducción para que podais ir saciando las ganas de volver a Poniente.
BARRISTAN
En la tristeza
de la noche, los hombres muertos volaron lloviendo sobre las calles de la
ciudad. Los cadáveres descompuestos se despedazaban en el aire y estallaban al
caer contra el suelo, esparciendo larvas, gusanos y cosas aún peores. Algunos
incluso alcanzaban las pirámides y torres dejando manchas de sangre en los
sitios donde impactaban. Aun siendo tan grandes como eran, las catapultas yunkias
no tenían el alcance suficiente para arrojar sus repulsivas cargas más adentro
de la ciudad, y gran parte de los cadáveres aterrizaban justo dentro de las
murallas o se impactaban contra las barricadas, parapetos y torres defensivas.
Con Las Seis
Hermanas instaladas rodeando Meereen, cada parte de la ciudad había sido
golpeada, a excepción de las comunidades cercanas al río del norte. No había
catapulta alguna que pudiese cruzar el ancho del Skahazadhan. – Una pequeña
muestra de piedad- pensó Barristan Selmy, mientras cabalgaba hacia la plaza
mercantil que había dentro la Gran Puerta Oeste de Meereen.
Cuando
Daenerys tomó la ciudad, ellos irrumpieron a través de esa misma puerta con la
ayuda de un gran ariete al que habían bautizado como “La Polla de Joso” y que
fue hecho con el mástil de uno de los barcos. Los Grandes Amos y su ejército de
esclavos, habían alcanzado a los atacantes justo ahí y la batalla se había
extendido a través de las calles aledañas durante horas. Cuando la ciudad
finalmente cayó, centenares de hombres muertos y moribundos se encontraban
sobre toda la plaza. Ahora, una vez más, el mercado era escenario de una
masacre, aunque en esta ocasión los muertos venían montando sobre la Yegua
Pálida. De día, las baldosas de las calles de Meereen mostraban medio centenar
de matices, pero la noche los convertía en parches de negro, blanco y gris. La
luz de las antorchas brillaba en los charcos que habían dejado las últimas
lluvias y dibujaban líneas de fuego en los yelmos, las grebas y el peto de los
hombres.
Ser Barristan
Selmy cabalgaba a paso lento entre ellos. El viejo caballero vestía la armadura
que su reina le había obsequiado: un traje de acero con esmalte blanco e
incrustaciones bañadas en oro. La capa que caía sobre sus hombros era tan blanca
como la nieve de invierno, así como el escudo que golpeteaba en su silla de
montar. Debajo de él se encontraba la montura de su reina, la Plata, que Khal
Drogo le había obsequiado el día de su boda. Él sabía que era presuntuoso, pero
si la misma Daenerys no podía estar con ellos en ese momento, Ser Barristan
tenía la esperanza de que la presencia de su Plata en la disputa que estaba por
venir le daría fuerza a sus guerreros, recordándoles por quién y por qué
estaban luchando. Además, la Plata había estado por años en compañía de los
dragones de la reina y se había acostumbrado a su presencia. Eso era algo que
no podía decirse acerca de los caballos de sus enemigos.
A su lado
cabalgaban tres de sus muchachos. Tumco Lho portaba el estandarte de la casa
Targaryen, un dragón rojo de tres cabezas sobre campo negro. Larraq el Azote,
portaba el estandarte blanco de la Guardia Real, siete espadas plateadas
rodeando una corona dorada. Selmy le había dado a Cordero Rojo un cuerno de
batalla con anillo plateado, para que sus órdenes pudieran ser escuchadas por
todo el campo de batalla. Sus demás muchachos permanecían en la Gran Pirámide.
Ellos habrían de luchar algún otro día, o tal vez no. No todos los escuderos
estaban destinados a convertirse en caballeros.
Era la hora
del lobo. La más larga y oscura de todas las horas nocturnas. Para muchos de
los hombres que se habían reunido en la plaza del mercado, ésta sería la última
noche de sus vidas. Bajo la fachada de ladrillos del antiguo mercado de
esclavos de Meereen cinco mil inmaculados formaban diez largas filas. Se
encontraban de pie, como si hubiesen sido labrados en piedra, cada uno de ellos
con tres lanzas, una espada corta y un escudo. La luz de las antorchas
centelleaba en las puntas de sus cascos de bronce y bajo ellos, la luz bañaba
sus rostros de suaves mejillas. Cuando un cadáver cayó girando sobre ellos, los
eunucos simplemente se hicieron a un lado, dando solamente los pasos necesarios
y cerraron filas otra vez. Todos iban a pie, incluso los comandantes. Gusano
Gris era el principal y eso se veía reflejado por las tres puntas que adornaban
su casco.
Los Cuervos de
Tormenta se habían reunido en un callejón que estaba al sur de la plaza; ahí
los arcos del recinto les brindaban protección de los cadáveres. Los arqueros
de Jokin medían las cuerdas de sus arcos mientras Ser Barristan cabalgaba
cerca. El Hacedor de Viudas estaba sentado con rostro lúgubre sobre un afligido
caballo gris, con su escudo sobre el brazo y su hacha de guerra en mano. Un
abanico de plumas negras adornaba la frente de su casco de hierro. El chico que
estaba detrás de él cogía el estandarte de la compañía, una docena de
banderines viejos y desgastados amarrados a una larga vara con un cuervo de
madera tallada en la punta.
Los señores de
los caballos habían venido también. Aggo y Rakharo se habían llevado con ellos
a casi todo el pequeño khalasar de la reina al otro lado del Skahazadhan, pero
el anciano y medio tullido jaqqa rhan Rommo había reunido a veinte jinetes de
entre los que se habían quedado. Algunos eran tan viejos como él, muchos de
ellos con alguna deformidad o con las secuelas de alguna vieja herida. El resto
eran chicos imberbes, que buscaban ganar su primera campanilla y el derecho a
trenzar su cabello.
Estaban cerca
de la deteriorada estatua de bronce del Hacedor de Cadenas, ansiosos por salir,
apartando a sus caballos a un lado cuando algún cadáver caía de arriba. No muy
lejos de ellos, cerca del horrible monumento que los Grandes Amos llamaban “La
torre de los Cráneos”, cientos de reñidores de las arenas de Meereen se habían
reunido. Selmy alcanzó a ver a Gato Moteado entre ellos. A su lado, estaba
Ithoke “el Temerario”, y en otras partes se encontraban Senerra “la Víbora”, El
Carnicero Pinto, Togosh, Marrigo y Orlos el Catamita. Incluso Goghor “el
Gigante” estaba ahí, sobresalía entre los demás como si se tratase de un hombre
rodeado de niños. Después de todo, la libertad significaba algo para ellos, o
eso parecía. Los reñidores de las arenas tenían mucho más amor por Hizdahr que
por Daenerys, pero aun así Selmy estaba contento de tenerlos a todos por igual.
Observó que incluso algunos vestían armaduras. Quizás la derrota de Khrazz les
había enseñado una lección.
Arriba, los
parapetos estaban abarrotados de hombres con capas de parches multicolores y
máscaras de bronce. Cabeza Afeitada había enviado a sus Bestias de Bronce a las
murallas de la ciudad para que los Inmaculados quedaran libres de ir al campo
de batalla. Si la batalla se perdía, resistir el asedio de los yunkios quedaría
en manos de Skahaz y sus hombres hasta que la reina Daenerys regresara. Si es
que alguna vez regresaba. A lo largo de la ciudad y en las demás puertas otras
fuerzas se habían reunido. Tal Toraq y sus Escudos Fornidos se encontraban en
la puerta este, que algunas veces era llamada la Puerta de la Colina o la
Puerta de Khyzai, ya que los viajeros que se dirigían a Lhazar a través del
Paso de Khyzai, siempre se iban por ese lugar. Marselen y los Hombres de la
Madre, se encontraban en la puerta sur, la Puerta Amarilla. Los Hermanos
Libres, comandados por Symon Espalda Lacerada, se dirigían a la puerta norte,
frente al río que había entre ellos y las murallas de Meereen.
El campamento
principal de los yunkios estaba al oeste, entre las murallas de Meereen y las
cálidas aguas verdes de la Bahía de los Esclavos. Dos de las catapultas se
erigieron ahí, una del lado del río y otra frente a las puertas principales de
Meereen, defendidas por una docena de Sabios Amos de Yunkai, cada uno de ellos
con su propio ejército de esclavos. Entre las grandes líneas de asedio se
encontraban los campamentos fortificados de dos legiones ghiscarias. La
compañía del Gato tenía su campamento entre la ciudad y el mar. El enemigo
contaba también con honderos de Tolos y en algún lugar se encontraban también
trescientos arqueros de Elyria. -Demasiados enemigos- pensó Ser Barristan. -Sus
números superan a los nuestros.
Este ataque
iba en contra de todos los instintos del viejo caballero. Las murallas de
Meereen eran fuertes y gruesas. Dentro de esos muros, los defensores tenían
toda la ventaja. Pero no tenía otra opción más que liderar a sus hombres dentro
de los dientes de las líneas de asedio yunkias, en contra de enemigos con una
fuerza holgadamente superior. El Toro Blanco habría dicho que era insensato.
Habría advertido a Barristan que tampoco debería confiar en mercenarios. -Pero
esto es lo que tenemos, mi reina.- pensó Ser Barristan. Nuestro destino depende
de la avaricia de un mercenario. Tu ciudad, tu gente, nuestras vidas… El Príncipe
Desharrapado nos tiene a todos en sus ensangrentadas manos. Incluso su mejor
esperanza se trataba de una esperanza desolada, Selmy sabía que no tenía
ninguna otra opción. Él podría haber resistido el asedio en Meereen durante
años en contra de los yunkios, pero no podría resistir ni un cambio de luna con
la Yegua Pálida galopando en las calles.
El silencio se
apoderó de toda la plaza mientras el viejo caballero y sus escuderos montaban.
Selmy era capaz de escuchar el murmullo de innumerables voces, el sonido de
caballos relinchando, el hierro contra los ladrillos desmoronándose, el suave
traqueteo de espada y escudo. Todos parecían sonidos sordos muy lejanos. No era
silencio, solo calma, el aliento que se toma antes de gritar. Las antorchas
humeaban y crepitaban, inundando la oscuridad con una cambiante luz anaranjada.
Miles se convertían en uno mirando al viejo caballero montado en su caballo
alrededor de la sombra de las grandes puertas de hierro. Barristan Selmy podía
sentir los ojos sobre él. Los capitanes y comandantes se acercaron.
Jokin y el
Hacedor de Viudas de los Cuervos de Tormenta, su cota de malla tintineaba bajo
sus capas decoloradas; Gusano Gris, Lanza Segura y Mataperros por los
Inmaculados, con sus cascos de bronce con puntas y coraza; Rommo por los
Dothraki; Camarron, Goghor y el Gato Moteado por los reñidores.
-Conocen
nuestro plan de ataque,- dijo el viejo caballero cuando los capitanes se
reunieron alrededor suyo-. Atacaremos primero con nuestra caballería, tan
pronto como la puerta sea abierta. Cabalgad rápido y fuerte, directo hacia los
soldados esclavos. Cuando las legiones se alineen, barred con todo. Atacadlos
desde atrás o desde los flancos, pero no intentéis nada en contra de sus
lanzas. Recordad cuál es nuestro objetivo.
-La catapulta-
dijo el Hacedor de Viudas-. La que los yunkios llaman Harridan. Tomadla,
derribadla o quemadla.- Jokin asintió.- Desplumad tantos nobles como podáis. Y
quemad sus tiendas, las grandes, los pabellones.
- Matar muchos
hombres- dijo Rommo.- No matéis esclavos- Ser Barristan cambió de posición.
-Gato, Goghor,
Camarron, vuestros hombres nos seguirán a pie. Tienen fama de temibles
luchadores. Asustadlos. Aullad y gritad. Para cuando alcancen las líneas yunkias,
nuestros jinetes ya deberían haberlas roto. Seguidlos por la brecha y masacrad
a todos los que podáis. De ser posible, perdonad la vida de los esclavos y matad
a sus amos, los nobles y los comandantes. Replegaos antes de que os rodeen.
Goghor se
golpeó el pecho con el puño. –Goghor nunca se repliega. Nunca.
Entonces
Goghor morirá pronto.- Pensó el viejo caballero. Pero éste no era momento para
discutirlo. Ignoró las palabras de Goghor y continuó.
-Estos ataques
deberían distraer a los yunkios lo suficiente para que Gusano Gris y los
Inmaculados marchen a la puerta y se alineen-. Esa era la clave del éxito o
fracaso de su plan, lo sabía. Si los comandantes yunkios tenían sentido común,
enviarían sus caballos contra los eunucos antes de que éstos pudieran cerrar
filas, cuando estaban más vulnerables. Su propia caballería tendría que evitar
que eso sucediera el tiempo suficiente para que los Inmaculados pudieran cerrar
sus escudos y levantar un muro de lanzas.
- Al sonar mi
cuerno, Gusano Gris avanzará y arrollará a los esclavistas y sus soldados.
Quizás haya una o más legiones ghiscarias marchando para unírseles, escudo con
escudo y lanza con…- El caballo del Hacedor de Viudas se detuvo a su derecha.
- ¿Y si tu
cuerno es silenciado, Ser caballero? ¿Si tú y éstos chicos verdes que te
acompañan caen muertos?
Era una buena
pregunta. Se suponía que Ser Barristan sería el primero en romper las líneas
Yunkias. Bien podría ser el primero en morir, muy a menudo sucedía de esa
manera. -Si yo caigo, entonces tú estás al mando. Si caes tú, Jokin. Después de
Jokin, Gusano Gris. -Y si todos nosotros morimos, estamos perdidos, pudo haber
agregado, pero todos ellos sabían eso, seguramente ninguno de ellos querría
escucharlo decirlo en alto.- Nunca hables de derrota antes de una batalla.- le
dijo una vez el Lord Comandante Hightower, cuando el mundo era joven.- Los
Dioses podrían estar escuchando.
- ¿Y si nos
encontramos al capitán?- preguntó el Hacedor de Viudas.- Daario Naharis.
- Dadle una
espada y seguidlo.- A pesar de que Ser Barristan tenía poca estima y mucho
menos confianza por el amante de la reina, no dudaba de su coraje, mucho menos
de su destreza con las armas. Y si éste muriese en batalla de manera heroica
mucho mejor. -Si no hay más preguntas, vuelvan con sus hombres y dediquen una
oración a cualquier dios en el que sea que crean. El amanecer caerá sobre
nosotros pronto.
-Un amanecer
rojo,- dijo Jokin de los Cuervos de Tormenta.
-Un amanecer
draconiano, – pensó Ser Barristan.
Él había hecho
sus propias oraciones antes y sus escuderos le ayudaron a ponerse la armadura.
Sus dioses se encontraban lejos, cruzando el mar, en Poniente, pero si los
septones decían la verdad los Siete cuidaban a sus hijos donde quiera que éstos
se encontraran. Ser Barristan rezó al Herrero, buscando que le brindara un poco
de su sabiduría, así tal vez podría llevar a sus hombres a la victoria. A su
viejo amigo el Guerrero, le pidió fuerza. Pidió misericordia a la Madre, en
caso de que cayera. Al Padre le pidió cuidar a sus muchachos, esos escuderos
entrenados a medias y que seguramente serían lo más cercano a hijos propios que
tendría jamás. Finalmente, inclinó su cabeza ante el Desconocido. – Al final,
tú te llevas a todos los hombres, -rezó- Pero si te complace, perdóname a mí y
a los míos el día de hoy y reúne las almas de nuestros enemigos en su lugar.
Afuera, más
allá de las murallas de la ciudad, se escuchó el golpe distante de una
catapulta. Hombres muertos y mutilados cayendo en la noche. Uno impactó entre
los luchadores de las arenas, bañándolos con pedazos de hueso, sangre y sesos.
Otro rebotó en la deteriorada estatua de bronce del Hacedor de Cadenas y cayó
por su brazo, aterrizando en el suelo y salpicando sus pies. Una pierna
hinchada cayó en un charco que no estaba a más allá de tres yardas de donde
Selmy esperaba sentado sobre el caballo de su reina.
–La Yegua
Pálida- murmuró Tumco Lho. Su voz era gruesa, sus ojos oscuros brillaban en su
negro rostro. Después dijo algo en la lengua de las Islas del Basilisco que
quizás sería una oración.- Le teme más a la Yegua Pálida de lo que le teme a
nuestros enemigos.- Ser Barristan se dio cuenta de ello. Sus otros muchachos
también estaban asustados. Tan valientes como eran, ninguno había sangrado aún.
Acercó entonces
su yegua plateada. -Reuníos a mí alrededor-. Cuando acercaron sus caballos,
dijo:
-Sé lo que
estáis sintiendo. Yo mismo he tenido la misma sensación cientos de veces.
Vuestra respiración se está haciendo más rápida de lo que debería. En vuestra
barriga hay un nudo de miedo que serpentea como un gusano negro y frío. Sentís
como si tuvierais que vaciar vuestra vejiga, quizás vuestros intestinos se
mueven. Vuestra boca está seca como las arenas de Dorne. Pensáis ¿qué pasaría
si se avergüenzan a vosotros mismos ahí afuera? ¿Qué pasaría si olvidan todo su
entrenamiento? Aspiran a ser héroes, pero temen ser unos cobardes. Todos los
chicos se sienten de la misma manera antes de que comience la batalla. Y los
hombres también. Esos Cuervos de Tormenta que están allá están sintiendo lo
mismo. También los dothraki. No hay vergüenza en sentir miedo a menos que dejes
que éste te domine. Todos hemos probado el terror alguna vez.
-No tengo
miedo.- dijo Cordero Rojo. Su voz era escandalosa, casi al punto de estar
gritando. -Si muero iré junto al Gran Pastor de Lhazar, le daré un rodillazo y
le diré: ¿por qué hiciste corderos a tu gente cuando el mundo está lleno de
lobos? Y después le escupiré en un ojo.
Ser Barristan
sonrió.
-Bien dicho…
pero ten cuidado de no buscar la muerte afuera o seguramente la encontrarás. El
Desconocido viene a por todos nosotros, pero necesitamos no caer entre sus
brazos. Lo que sea que pase en el campo de batalla, recuerden, eso ya ha pasado
antes y le ha pasado a hombres mejores que ustedes. Soy un hombre viejo, un
viejo caballero y he visto muchas más batallas que los años que tienen muchos
de ustedes. Nada es más terrible en éste mundo, nada es más glorioso, nada es
más absurdo. Tal vez tengan nauseas. No serán los primeros. Tal vez su espada
se les caiga, o su escudo, o su lanza. Otros han pasado por lo mismo. Recójanla
y sigan luchando. Tal vez ensucien sus calzones. Yo lo hice, en mi primera
batalla. A nadie le importará. Todos los campos de batalla huelen a mierda.
Quizás podrían llorar por su madre, rezar a los dioses que pensaban haber
olvidado, gritar obscenidades que nunca habían imaginado que saldrían de sus
labios. Todo eso pasa también. Muchos hombres mueren en cada batalla. Otros
sobreviven. Este o Poniente, en cada posada o taberna, encontrarán hombres de
barbas grises reviviendo las guerras que lucharon de su juventud sin cansarse
de ello. Ellos sobrevivieron a sus batallas, como podrían hacerlo ustedes. Esto
es de lo único de lo que pueden estar seguros: el enemigo que ven frente a
ustedes, es solamente un hombre más y lo parezca o no, está tan asustado como
ustedes. Ódienlo si deben, ámenlo si pueden, pero levanten su espada y
derríbenlo, y después sigan cabalgando. Por encima de todo, sigan avanzando.
Somos demasiado pocos para ganar ésta batalla. Cabalgaremos con la misión de
crear el caos y darle el tiempo suficiente a los Inmaculados para que formen su
muro de lanzas, nosotros…
-¿Ser?- Larraq
apuntó con el estandarte de la Guardia Real.
Un murmullo
sin palabras aún recorría los labios de miles de hombres ahí. Un destello
amarillo se desprendía del ápice de la pirámide. Brilló tenuemente y se apagó
de nuevo y por medio segundo Ser Barristan temió que el viento lo hubiese
apagado. Después volvió, más brillante, más fiero, las llamas se arremolinaban,
ahora amarillas, rojas y naranjas, levantándose. Se aferraban a la oscuridad.
Al este, el amanecer irrumpía detrás de las colinas. Otro millar de voces
exclamaban. Otro millar de hombres miraban y apuntaban mientras se acomodaban
los yelmos y tomaban espadas y hachas.
Ser Barristan
escuchó el sonido de las cadenas. Se trataba del rastrillo levantándose.
Después vendría el estruendo de las enormes bisagras de las puertas. Había
llegado el momento. Cordero Rojo le dio su yelmo alado. Barristan Selmy lo
deslizó sobre su cabeza, lo ajustó a su gorjal, levantó su escudo e introdujo
su brazo a través de las correas. El aire sabía extrañamente dulce. No había
nada como la perspectiva de la muerte para hacer que un hombre se sintiera
vivo.
- Que el
Guerrero nos proteja,- les dijo a sus muchachos-. ¡Hagan sonar la orden de
ataque!
increible que ganas que salga el libro
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