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lunes, 15 de octubre de 2018

Prólogo de Polvo de sueños de Steven Erikson

Los seguidores de Malaz, el Libro de los Caídos tenemos bien marcado en rojo el 22 de noviembre. Dicho día se pondrá a la venta en español Polvo de sueños, la esperada novena entrega de la saga de Steven Erikson, y penúltima en su intensa decalogía épica. Hace ya mas de un año que se publicó Doblan por los mastines, así que las ganas de los devotos lectores malazanos de seguir avanzando en la conclusión de este gigantesco mosaico fantástico son enormes.
Por suerte, y para ir abriendo boca, hoy os traigo un pequeño pero jugoso adelanto: el prólogo completo de Polvo de sueños. Gracias a la traducción de Alexander Páez, ya podéis ir echando un vistazo a lo que nos espera en las más de 1100 páginas de la novena y penúltima entrega del Libro de los Caídos...
¡Disfrutadlo!


Polvo de sueños se publica en formato tapa dura con sobrecubierta, tiene 1168 páginas y se  puede comprar al precio de 34,90 euros. También está disponible en ebook por 9,49 euros.

SINOPSIS 
En el continente Letherii, el ejército exiliado malazano, comandado por la consejera Tavore, comienza la marcha hacia los eriales del este para combatir por una causa desconocida contra un enemigo que jamás ha sido visto. El destino que aguarda a los Cazahuesos es por demás incierto. Nada saben del enemigo y la única arma que merece ser empuñada es el coraje. 
En la guerra todos pierden, y esta certeza se percibe en la mirada de cualquier soldado. El último gran ejército del Imperio de Malaz busca una batalla final en nombre de la redención, pero quedan por responder algunas preguntas finales...



PRÓLOGO

Llanura Elan, oeste de Kolanse

Hubo luz, y después hubo calor.

Se arrodilló, tomó con cuidado cada frágil pliegue con las manos, asegurándose de que cada doblez era perfecta, de que ni una pequeña parte del bebé quedaba expuesta al sol. Le puso la capucha hasta que no quedó nada más que un hueco del tamaño de un puño por donde asomaba la carita, los rasgos de la pequeña eran borrones grises en la oscuridad, y entonces él la levantó con cuidado y la acunó con el brazo izquierdo. No había dificultad alguna en ello.

Habían acampado cerca del único árbol que había en cualquier dirección, pero no bajo este. Era un árbol gamleh, y los gamleh estaban enfadados con la gente. Durante el crepúsculo de la noche anterior, las ramas habían estado repletas de hojas grises ondeantes, por lo menos hasta que se acercaron. Por la mañana las ramas estaban peladas.

De cara al oeste, Rutt estaba de pie sosteniendo a la bebé que había llamado Held. La hierba carecía de colores. En algunos lugares había sido rasgada por el viento seco, viento que había arrancado la tierra alrededor de las raíces y había expuesto los pálidos bulbos, para que las plantas se marchitaran y murieran. Cuando ya no había polvo ni bulbos, a veces quedaba la grava. Otras veces tan solo era lecho de roca, negro y retorcido. Los elan de la llanura perdían su cabello, pero era algo que Badalle hubiera dicho, sus ojos verdes fijos en las palabras de su cabeza. No cabía duda de que ella tenía un don, pero Rutt sabía que algunos dones eran maldiciones disfrazadas.


Badalle se acercó, los brazos quemados por el sol eran tan delgados como cuellos de cigüeña, las manos colgaban a los lados cubiertas de polvo, parecían sobredimensionadas en comparación a los flacuchos muslos. Sopló para espantar a las moscas que le mordisqueaban la boca y entonó:

«Rutt sujeta a Held

La cubre con cuidado

Por la mañana

Y después se alza...»

—Badalle —saludó él. Sabía que ella no había terminado el poema, pero también sabía que no tenía prisa alguna—, todavía estamos vivos.

Ella asintió. Estas breves palabras se habían convertido en un ritual entre ellos, aunque el ritual nunca había perdido los tintes de sorpresa, el leve recelo. Los quiebrahuesos habían sido especialmente duros con ellos la pasada noche, pero las buenas noticias era que quizás habían dejado a los Padres atrás.

Rutt reacomodó al bebé que había llamado Held en su brazo, y salió renqueante por los pies hinchados. Al oeste, hacia el corazón de los elan.

No necesitaba mirar atrás para ver que los demás le seguían. Aquellos que podían. Los quiebrahuesos vendrían a por los demás. No había pedido ser la cabeza de la serpiente. No había pedido nada, pero era el más alto y puede que el mayor. Quizá tenía trece, o quizá catorce.

Tras él, Badalle recitó:

«Y comienza a andar

Aquella mañana

Con Held en sus brazos

Y la cola retorcida

Serpentea hacia fuera

Como una lengua

Del sol.

Necesitas la lengua

Más larga

Cuando buscas

Agua

Como le gusta hacer al sol...»

Badalle lo observó un rato, vio cómo los otros seguían su estela. Se uniría a la serpiente retorcida muy pronto. Sopló las moscas, pero no tardaron en volver, apelotonándose alrededor de las llagas que le cubrían los labios, dando saltitos para chupar las comisuras de los ojos. Ella había sido hermosa, con aquellos ojos verdes y el largo cabello de mechones dorados. Pero la belleza consiguió sonrisas por un tiempo limitado. Cuando la alacena queda vacía, la belleza se difumina.

—Y las moscas —susurró—, trazan patrones de sufrimiento. Y el sufrimiento es horrendo.

Observó a Rutt. Era la cabeza de la serpiente. También era los colmillos, pero aquel detalle se lo reservaba para sí misma, su broma privada.

La serpiente había olvidado cómo comer.

Había estado entre los que habían llegado del sur, de las casas semejantes a cáscaras vacías de Korbanse, Krosis y Kanros. Incluso las islas de Otpelas. Algunos, como ella, habían caminado por toda la costa del Mar Pelasiar, y después hasta el límite de Stet al oeste, que antaño había sido un gran bosque, y allí descubrieron la ruta de madera, Senda Tocón la llamaban en ocasiones. Árboles talados a ras para dejar círculos planos, acumulados en larguísimas filas. Otros niños habían llegado de la propia Stet, habían seguido el antiguo lecho de rocas del arroyo, avanzando a través de la grisácea masa de árboles caídos y podridos y arbustos enfermos. Había señales que alertaban de que Stet había sido un bosque acorde a su antiguo nombre, Bosque Stet, pero Badalle no estaba convencida del todo. Todo lo que alcanzaba a ver era un erial, destrozado y maltratado. No quedaban árboles en pie por ninguna parte. La llamaban SendaTocón, pero en otros tiempos había sido la Senda del Bosque, era una broma demasiado privada.

Quedaba claro que alguien había requerido una gran cantidad de árboles para construir la carretera, así que quizá sí que hubo un bosque aquí. Aunque ahora ya no estaba.

En el extremo norte de Stet, de cara a la llanura Elan, había llegado otra columna de niños, y un día más tarde otra se les unió, del norte, desde Kolanse, y a la cabeza de esta viajaba Rutt. Cargaba con Held. Alto, hombros, codos, rodillas y tobillos protuberantes y la piel que los cubría flácida y tensa. Tenía unos ojos grandes y luminosos. Todavía conservaba todos los dientes, y cuando llegó la mañana, cada mañana, estaba allí, a la cabeza. Los colmillos, y el resto se limitaba a seguirlo.

Todos creían que él sabía adónde iban, pero no le preguntaron, ya que la creencia era más importante que la verdad, la cual era que él estaba tan perdido como el resto.

«Todo el día Rutt sujeta a Held

Y la mantiene

En su sombra.

Es difícil

No amar a Rutt

Pero Held no

Y nadie ama a Held

Excepto Rutt.»

Visto provenía de Okan. Cuando los muertos de hambre y los huesudos Inquisidores llegaron a la ciudad su madre lo azuzó a que saliera corriendo, agarrado de la mano de su hermana dos años mayor que él, y habían huido por las calles entre edificios en llamas y gritos que inundaban la noche y los muertos de hambre entraban a golpes en las casas, sacaban a la gente a la calle y les hacían cosas horribles, mientras que los huesudos lo observaban y decían que era necesario, todo lo que aquí sucedía era necesario.

Arrancaron a su hermana de sus manos, y fue su grito el que todavía sonaba en su cráneo. Cada noche desde entonces le había afligido durante el periodo completo de sueño, desde el instante en que caía rendido por el cansancio hasta que se despertaba ante el pálido rostro del amanecer.

Corrió durante lo que le pareció una eternidad, al oeste y lo más lejos posible de los muertos de hambre. Comió lo que encontró, le empujaba la sed, y cuando puso tierra entre él y los muertos de hambre los quiebrahuesos aparecieron. Enormes manadas de perros demacrados con ojos enrojecidos y sin miedo a nada. Y entonces los Padres, cubiertos de negro de la cabeza a los pies, caían sobre los andrajosos campamentos junto a los caminos y secuestraban niños. En una ocasión, él y unos cuantos más se cruzaron con uno de sus antiguos almacenes nocturnos y vieron con sus propios ojos los huesecillos astillados y manchados de azul y gris entre los rescoldos de la hoguera apagada, entonces comprendieron lo que los Padres les hacían a los niños que se llevaban.

Visto recordó la primera vez que vio el Bosque Stet, una hilera de colinas peladas repletas de tocones hechos trizas, raíces que le recordaron a una de las fosas comunes que rodeaban la ciudad que fue su hogar y que abandonó antes de que la última pieza de ganado fuera sacrificada. Y en aquel instante, observó lo que había sido un bosque y se dio cuenta de que el mundo estaba muerto. No quedaba nada y no había lugar alguno al que ir.

Y aun así siguió adelante, ahora uno más entre lo que debían de ser decenas de miles, puede que incluso más, una carretera de niños que se medía a leguas de longitud, y por todos aquellos que habían muerto en el camino, otros les habían reemplazado. Jamás hubiera imaginado que existían tantos niños. Eran como un enorme rebaño, el último gran rebaño, la única fuente de alimento para los últimos cazadores desesperados.

Visto tenía catorce años. Todavía no había comenzado a dar el estirón, y ahora ya no lo daría jamás. Su tripa estaba abotargada y dura como una piedra, sobresalía de tal forma que su columna se doblaba profundamente por encima de la cadera. Caminaba como una embarazada, los pies abiertos, los huesos doloridos. Estaba lleno de parásitos satra, los gusanos en el interior de su cuerpo nadaban sin fin y engordaban con cada día que pasaba. Cuando estuvieran listos (pronto) brotarían de él. De las fosas nasales, de los lagrimales, de los oídos, del ombligo, del pene y del ano y de la boca. Y para los testigos parecerá que se desinfla, la piel se arrugará y se derrumbará en ondulantes pliegues a lo largo de su cuerpo. Será como si, en un instante, se transformara en un viejo. Y entonces morirá.

Visto estaba casi impaciente por que ocurriera. Esperaba que los quiebrahuesos se comieran su cuerpo y con él los huevos que los parásitos satra habían dejado en este, para que de este modo, murieran. Mejor aún, Padres. Pero no eran tan estúpidos, estaba seguro de ello, así que no tocarían su cuerpo. Una lástima.

La serpiente dejaba atrás el Bosque Stet y el camino de madera que dio paso a una polvorienta ruta comercial repleta de baches, que se internaba en los elan. Por lo tanto, moriría en la llanura, y su espíritu escaparía de aquella cosa encogida que era su cuerpo, y emprendería el largo viaje de vuelta a casa. A encontrar a su hermana. A encontrar a su madre.

Su espíritu ya estaba cansado, cansadísimo de caminar.

Al final del día, Badalle se obligó a trepar un antiguo túmulo elan con el vetusto árbol en el otro extremo (las hojas grises ondeaban) desde donde podía darse la vuelta, mirar hacia el este, y ver tan lejos como alcanzara la vista, el camino que habían recorrido aquel interminable día. Más allá de la masa del campamento desparramado, vio una ondulante línea de cuerpos que se extendía hasta el horizonte. Había sido un día especialmente malo, demasiado calor, demasiado seco, la única poza de agua era un nauseabundo lodazal de barro envenenado infestado de cadáveres putrefactos de insectos que sabía a pescado muerto.

Ella se levantó y miró durante un buen rato la ondulante longitud de la serpiente. Aquellos que habían caído por el camino no eran apartados, se limitaban a pisar o a tropezar con los cuerpos, y ahora la ruta era una carretera de carne y hueso, ondeantes mechones de pelo y, esto lo sabía ella, ojos que miraban con fijeza. La Serpiente de las Costillas. Chal Managal en el idioma de los elan.

Sopló las moscas de los labios.

Y recitó otro poema.

«Esta mañana

Vimos un árbol

De hojas grisáceas

Y cuando nos acercamos

Las hojas desaparecieron.

Al mediodía el chico sin nombre

Sin nariz

Cayó y no se movió

Y descendieron las hojas

A alimentarse.

Al anochecer otro árbol

Trémulas hojas grises

Preparándose para la noche

Al llegar la mañana

Volarán de nuevo.»




Ampelas enraizado, las Tierras Yermas.

La maquinaria estaba cubierta de polvo grasiento que resplandecía en la oscuridad con el leve brillo de la linterna que se deslizó por encima, creó movimiento donde no había alguno, la ilusión del silencioso descenso, como las escamas reptilianas que parecían, como siempre, cruelmente apropiadas. Respiraba con dificultad al mismo tiempo que se apresuraba por el estrecho pasillo, se agachaba de vez en cuando para evitar los gruesos cables negros que colgaban del techo. Le picaba la nariz y la garganta por el aire estancado de un fétido y hediondo olor metálico. Rodeada por las entrañas expuestas de Raíz, se sintió asediada por el incognoscible e ilimitado misterio del nefasto arcano. Y aun así había convertido estos túneles oscuros y abandonados en su caza preferida, conocedora de sostener motivaciones autorrecriminatorias que la habían guiado hasta tales elecciones.

La Raíz atraía a los perdidos, y Kalyth estaba, sin duda alguna, perdida. No es que no pudiera encontrar el camino entre los infinitos y retorcidos pasillos, o a través de la vasta cámara de silenciosas máquinas congeladas, esquivó los pozos del suelo sobre los cuales jamás se habían instalado losas, y se apartó del caos de metal y cables desparramados de paredes sin paneles. No, conocía la zona tras meses de deambular por ella. Aquella maldición de perplejidad desesperanzadora e indefensión pertenecía a su espíritu. No era quien querían que fuera, y nada que dijera podría convencerles de lo contrario.

Había nacido en una tribu de la llanura Elan. Había crecido hasta la edad adulta allí, de niña a chica, de chica a mujer, y no hubo nada que la señalara, nada que la identificara como única, o con un don de talentos inesperados. Se casó un mes después de tener la primera sangre. Había dado a luz a tres niños. Casi había amado a su marido, y había aprendido a vivir con aquella leve decepción constante, mientras que la belleza de la juventud daba paso a una maternidad agotadora. Era cierto que había vivido una vida idéntica a la de su propia madre, por lo que había visto con claridad (sin uso de talento especial alguno) el camino de su vida por delante, la pérdida de la flexibilidad, profundas líneas cubriéndole la tez, los pechos caídos, la miserable debilidad de la vejiga. Y algún día se descubriría incapaz de caminar, y la tribu la abandonaría donde fuera. Para que muriera en soledad, ya que morir siempre era algo solitario, como debe ser. Los elan tenían más cabeza que los sedentarios de Kolanse, con sus criptas y los tesoros sepultados para los muertos, con los sirvientes familiares y los consejeros degollados en los pasillos del sepulcro, sirvientes más allá de la propia vida, sirvientes para toda la eternidad.

Todo el mundo moría en soledad, al fin y al cabo. Una certeza muy simple. Una verdad que nadie tenía que temer. Los espíritus aguardaban antes de juzgar a un alma, esperaban a que esa alma (en la soledad de la muerte) se juzgara a sí misma, sobre la vida que había vivido, y si extraía paz de ello entonces los espíritus mostrarían clemencia. Si el tormento cabalgaba la Yegua Salvaje, por qué sabían pues los espíritus cómo igualarlo. Cuando el alma se encontraba a sí misma, al fin y al cabo, era imposible mentir. Los argumentos embaucadores que resuenan con mentiras, la frágil debilidad demasiado obvia como para ignorarla.

Había sido una buena vida. Lejos de ser perfecta, pero tampoco infeliz. Una vida que se podría definir como satisfactoria, e incluso el resultado se demostraba informe y falto de significado.

No había sido ninguna bruja. No había tenido el aliento de un chamán, por lo tanto jamás sería Jinete del Caballo Moteado. Y cuando el final de esa vida había llegado para ella y los suyos, en una mañana de horror y violencia, todo lo que demostró entonces fue un maldito egoísmo; al negarse a morir, al huir de todo lo que había conocido.

Esto no eran virtudes.

No disponía de virtudes.

Alcanzó la escalera central en espiral (cada paso demasiado liviano, demasiado amplio para zancadas humanas) y salió disparada, el aliento se volvía más superficial y rápido debido al esfuerzo a medida que ascendía nivel tras nivel, hacia arriba y fuera de Raíz, e internándose en las cámaras más profundas de Sustento, donde hacía uso de la rampa de contrapeso que la elevaba con una plataforma vertical a través de inquietos grupúsculos de hongos, los rediles apelotonados de orthen y grishol, que se detenían entre chirridos y escalofríos en la base del nivel del Vientre. Aquí, la cacofonía de la juventud la asoló, los chillidos siseantes de dolor mientras se llevaban a cabo las espantosas cirugías (así como los destinos se decretaban en sabores amargos) y, al haber alcanzado cierta medida con su paso, se apresuró a ascender más allá de los niveles de terrible rabia, el hedor de los residuos y el pánico que brotaba como aceite sobre cuero reblandecido entre siluetas que se retorcían por todas partes. Siluetas que se preocupó de evitar mirar, se dio prisa a llevarse las manos a los oídos.

De Vientre a Corazón, donde ahora cruzaba entre figuras gigantescas que no le prestaban atención, y por cuyos caminos tenía que agacharse y esquivar por temor a que la pisaran con las pezuñas engarfiadas. Soldados ve’gath montaban guardia junto a la rampa central. La doblaban en altura y parecían la vasta maquinaria de la Raíz que había en lo profundo vestidos con aquellas armaduras arcanas. Visores de rejilla decorados ocultaban las caras excepto los colmillos que sobresalían de los hocicos, y la línea de las mandíbulas que les daba unas sonrisas espantosas, como si el propósito implícito de su nacimiento les encantara. Más incluso que los j’an o los k’ell, los verdaderos soldados de los k’chain che’malle asustaban a Kalyth hasta lo más profundo de su ser. La matrona los producía en grandísimas cantidades.

No había necesidad de más pruebas, la guerra se cernía.

El hecho de que los ve’gath provocaran un intenso dolor en la matrona, cada embestida para salir convertida en un chorro de sangre y un fluido acre, se había convertido en algo irrelevante. La necesidad, como bien sabía Kalyth, era la maestra más cruel de todas.

Ninguno de los soldados que montaban guardia bloquearon su paso al entrar. La piedra plana que pisaba estaba repleta de pequeños agujeros pensados para que las garras encontraran sujeción y a través de los cuales el aire fresco soplaba a su alrededor. El descenso de la temperatura ambiental en la rampa era obvio que servía de algún modo para calmar el miedo instintivo que experimentaban los k’chain ante la transmisión de gritos y gemidos que subían de los niveles del Corazón hasta los Ojos, la Guarida Interior, Nido Acyl y hogar de la propia matrona. Aunque al cruzar la rampa ella sola la presión del mecanismo era menos pronunciada, escuchó poco más que el aire que soplaba y que la desorientaba con una sensación de caída a pesar de que ella corría rampa arriba, y el sudor en las extremidades y en las cejas se enfrió rápidamente. Temblaba cuando la rampa se detuvo ante la base del nivel de los Ojos.

Centinelas j’an observaron su llegada desde los pies de la escalera que formaba una media espiral que conducía al Nido. Como con los ve’gath, estos parecían bastante indiferentes a su presencia. Sin duda estaban alertados de que había sido llamada, pero incluso así no la verían como una amenaza, aunque hubieran sido criados por la matrona para proteger. Kalyth no solo era inofensiva; era inútil.
El aire caliente y hediondo la golpeó, la envolvió como una tela húmeda mientras ella se acercaba a las escaleras y comenzó la extraña subida hacia la guarida de la matrona.

En el otro extremo un solo centinela montaba guardia. De por lo menos un millar de años de edad, Bre’nigan era flaco y alto, más alto incluso que un ve’gath, y sus escamas de varias capas de grosor lucían una pátina plateada que convertía a la criatura en algo fantasmal, como si fuera tallado de mica blanqueada por el sol. Ni pupila ni iris eran visibles en la hendidura de los ojos, tan solo un amarillo pálido que se confundía con las cataratas. Sospechaba que el guardaespaldas era ciego, pero lo cierto es que era imposible de saberlo de cierto, ya que cuando Bre’nigan se movía, el j’an mostraba una perfecta seguridad y una elegancia líquida. La espada larga y ligeramente curvada colgaba a través de un anillo de latón en la cintura (un anillo medio incrustado en la piel de la criatura) era tan larga como alta era Kalyth, la hoja desprendía un tono como de cerámica magenta, aunque el preciso filo resplandecía plateado.

Saludó a Bre’nigan con un ligero movimiento de cabeza que no obtuvo respuesta alguna, y después pasó de largo al centinela.

Kalyth había esperado (no, había rezado), pero cuando fijó la mirada sobre los dos k’chain que estaban de pie junto a la matrona y vio que no iban acompañados los ánimos se fueron al traste. La desesperación la invadió con la amenaza de consumirla. Luchó para introducir aliento en su pecho.

Tras los recién llegados y enorme sobre el dais elevado, Gunth’an Acyl, la matrona, emanaba agonía en oleadas. Era inmutable y no había cambiado, pero ahora Kalyth sentía de la gigantesca reina una corriente amarga de... algo.

Desbalanceada, distraída, Kalyth discernió entonces el estado de los dos k’chain che’malle, las horrendas heridas medio sanadas, la caótica madeja de cicatrices en los costados, cuellos y caderas. Las dos criaturas parecían hambrientas, como si hubieran sido llevadas a extremos de privación y violencia, y ella sintió un calambre como respuesta en el corazón.

Pero aquella empatía fue efímera. La verdad era esta: el cazador k’ell Sag’Churok y la Hija Única Gunth Mach habían fracasado.

La matrona habló en la mente de Kalyth, aunque no era un discurso al uso, sino la irrevocable imposición de conocimiento y significado.

Destriant Kalyth, un error en la elección. Seguimos rotos. Sigo rota. No puedes remediarlo, sola no, no puedes arreglarlo.

Ni el conocimiento ni el significado eran regalos para Kalyth. Podía sentir la demencia de Gunth’an Acyl escondida en aquellas palabras. La matrona estaba, sin duda alguna, loca. La misma locura que había pasado a sus hijos, y a la propia Kalyth. No había persuasión posible.

Era muy probable que Gunth’an Acyl comprendiera las convicciones de Kalyth, la creencia de que la matrona estaba loca, pero esto tampoco marcaba diferencia alguna. En la antigua reina no había nada más que dolor y el tormento de la desesperada necesidad.

Destriant Kalyth, deben intentarlo de nuevo. Lo que está roto debe ser reparado.

Kalyth no creía que Sag’Churok y la Hija Única pudieran sobrevivir a otra misión. Y esa era otra verdad que fracasó en persuadir la imperativa necesidad de Acyl.

Destriant Kalyth, debes acompañar esta búsqueda. Los k’chain che’malle no pueden ver el reconocimiento.

Y así, al fin, habían alcanzado lo que ella había sabido que era inevitable, a pesar de la esperanza, los rezos.

—No puedo —susurró.

Debes. Los guardianes han sido escogidos. K’ell Sag’Churok, Rythok, Kor Thuran. Shi’gal Gu’Rull. Hija Única Gunth Mach.

—No puedo —repitió Kalyth—. No tengo... talento alguno. No soy una destriant. Estoy ligada a lo que sea que una destriant necesite. No puedo encontrar una espada mortal, matrona. Ni un yunque del escudo. Lo lamento.

El enorme reptil cambió el punto de apoyo, el sonido como de rocas asentándose en grava. Unos ojos centelleantes se fijaron en Kalyth, irradiaban oleadas de desaprobación.

Te he escogido a ti, Destriant Kalyth. Son mis hijos los que están ciegos. El fracaso es suyo, y mío. Hemos fracasado en cada guerra. Soy la última matrona. El enemigo me persigue. El enemigo me destruirá. Los tuyos prosperan en este mundo, ni siquiera mis hijos ignoran esta certeza. Entre los tuyos debo encontrar nuevos campeones. Mi destriant debe encontrarlos. Mi destriant se marcha al amanecer.

Kalyth no contestó, sabía que cualquier respuesta sería vana. Tras un instante se inclinó y se marchó del Nido con paso débil, como si estuviera ebria.

Un shi’gal los acompañaría. El significado de esto era claro. No habría fracaso en esta ocasión. Fracasar implicaba recibir el descontento de la matrona. Su juicio. Tres cazadores k’ell y la Hija Única, y la propia Kalyth. Si fallaban... tendrían la ira de un asesino shi’gal, y no sobrevivirían mucho tiempo.

Al llegar el amanecer, de esto estaba segura, comenzaría su último viaje.

En las Tierras Yermas, a buscar campeones que ni siquiera existían.

Y esto, comprendió ella, era la penitencia impuesta sobre su alma. Debía sufrir por su cobardía. Tendría que haber muerto con el resto. Con mi marido. Mis hijos. No debería haber huido. Ahora debo pagar por mi egoísmo.

La única clemencia era esta, cuando el juicio final llegara, sería rápido. Ni siquiera sentiría, mucho menos vería, el golpe fatal del shi’gal. Una matrona jamás producía más de tres asesinos a la vez, y su gusto era anatema, de forma que prevenía cualquier tipo de alianza. Y si uno de ellos decidía que la matrona debía ser eliminada, los otros dos, por su propia naturaleza, se opondrían. Además, cada shi’gal protegía a la matrona de los demás. Enviar a uno con la Búsqueda era un riesgo enorme, ya que ahora solo quedaban dos asesinos para defenderla.

Más pruebas de la locura de la matrona. Ponerse en peligro, al mismo tiempo que enviaba a su Hija Única (la única hija con potencial para criar) no tenía sentido alguno.

Pero Kalyth estaba aterrada de ponerse en marcha rumbo a su propia muerte. ¿Qué le importaban estas aterradoras criaturas? Si la guerra tenía que llegar, que llegara. Que los misteriosos enemigos descendieran sobre Ampelas enraizado y el resto de enraizados, y acabara con todos y cada uno de los k’chain che’malle. El mundo no los echaría en falta.

Es más, ella conocía la extinción. La verdadera maldición es cuando eres la última de tu especie. Sí, comprendía tal destino, y conocía la verdadera profundidad de la soledad. No, no ese jueguecito irrisorio, vacío y autocompasivo que practicaba la gente. Sino la cruel comprensión de la soledad sin cura, sin esperanza o salvación.

Sí, todo el mundo moría solo. Y quizá se escuchen lamentos. Quizás arrepentimiento. Pero esto no era nada comparado con lo que sentía el último de una raza. Ya que no había forma alguna de evitar un fracaso evidente. Fracaso absoluto y demoledor. El fracaso de una propia raza, cerniéndose desde todos los frentes, atrapando los últimos hombros sobre los que desplomar toda la carga, un peso que una sola alma no puede soportar.

Kalyth había recibido una especie de don residual con el lenguaje de los k’chain che’malle, y ahora la torturaba. Su mente había despertado, más allá de lo que había conocido en su vida previa. El conocimiento no era una bendición; la conciencia era una enfermedad que contaminaba el espíritu. Podía sacarse los ojos de las cuencas y todavía vería demasiado.

¿Los chamanes de su tribu sintieron tal culpa demoledora, cuando supieron que el final llegaba? Recordó la desolación en sus ojos, y entendió de modos que no había entendido con anterioridad, en la vida que había vivido. No, no podía hacer nada más que maldecir las bendiciones mortales de estos k’chain che’malle. Maldecirlos con todo su corazón, con todo su odio.

Kalyth inició el descenso. Necesitaba la guarida que proporcionaba la Raíz; necesitaba la maquinaria decrépita rodeándola, el goteo de los aceites viscosos y el hediondo aire viciado. El mundo estaba roto. Era la última de los elan, y ahora su única tarea restante en esta tierra era contemplar la aniquilación de la última matrona de los k’chain che’malle. ¿Existía satisfacción en ello? En caso de que la hubiera, era una satisfacción malvada, convirtiéndolo en algo más atractivo.

Entre su gente, la muerte había llegado aleteando a través del rostro del sol poniente. Un oscuro presagio raído en el cielo. Ella sería aquella visión pavorosa, el jirón de la luna asesinada. Atraída por la tierra, como todas las cosas al final.

Todo es cierto.

Contemplad la desolación en mis ojos.

Shi’gal Gu’Rull estaba de pie sobre la Frente, los vientos nocturnos soplaban con fuerza alrededor de su esbelta y alta figura. Era el mayor de los asesinos shi’gal, había luchado y vencido a siete shi’gal durante su servicio a Acyl. Había sobrevivido sesenta y un siglos de vida, de crecimiento, y era el doble de alto que un cazador k’ell adulto. A diferencia de los cazadores (con el sabor de la mortandad súbita al final de los diez siglos) los shi’gal no sufrían de aquella imperfección. Podían, en potencia, sobrevivir a la propia matrona.

Engendrado en astucia, Gu’Rull no se engañaba con la salud mental de la madre Acyl. La incómoda conjetura sobre las estructuras divinas de la fe no encajaban con ella y los k’chain che’malle. La matrona buscaba adoradores humanos, sirvientes humanos, pero los humanos eran demasiado frágiles, demasiado débiles para suponer verdadero valor. La mujer Kalyth era prueba más que suficiente de ello, a pesar del sabor de perspicacia que Acyl le había otorgado; perspicacia que debería haber traído consigo certeza y fuerza, pero que una mente débil había retorcido para formar nuevos instrumentos de autorrecriminación y autocompasión.

El sabor se desvanecería durante la Búsqueda, ya que la sangre veloz de Kalyth disolvería el don de Acyl sin posibilidad de reponerlo cada día. La destriant volvería a su inteligencia innata, y esta era bastante exigua. Para Gu’Rull ya era bastante inútil. Y en cuanto a esta misión sin sentido se convertiría en una carga, un lastre.

Mejor acabar con ella lo antes posible, pero ay, la orden de madre no permitía tal acción. La destriant debía escoger una espada mortal y un yunque del escudo entre los suyos.

Sag’Churok había recordado el fracaso de su primera selección. La acumulación de imperfecciones que había supuesto el primer elegido: Mascararroja de Lezna. Gu’Rull no creía que la destriant fuera a conseguir a alguien mejor. Puede que los humanos hubieran prosperado en aquel mundo, pero lo habían hecho igual que lo harían los orthen salvajes, por simple virtud de engendrar sin medida. No tenían más talentos.

El shi’gal alzó el hocico en escorzo y abrió las fosas nasales para absorber el aroma del aire fresco de la noche. El viento soplaba del este y, como de costumbre, apestaba a muerte.

Gu’Rull había saqueado los patéticos recuerdos de la destriant, y por lo tanto sabía que ninguna salvación vendría del este, en las llanuras conocidas como Elan. Sag’Churok y Gunth Mach habían puesto rumbo al oeste, hacia Lezna’dan, y allí también habían descubierto fracaso. El norte estaba prohibido, el reino sin vida de hielo, mares atormentados y frío cortante.

Por lo tanto, debían poner rumbo sur.

El shi’gal no había salido de Ampelas enraizado en ocho siglos. En aquel corto periodo de tiempo, lo más probable era que muy poco hubiera cambiado en la región que los humanos conocían como Tierras Yermas. De todas formas, una avanzadilla de exploradores era una táctica sensata.

Con esto en mente, Gu’Rull desplegó aquellas alas que tenía desde hacía un mes, las extendió para que las plumas escamadas pudieran aplanarse y converger bajo la presión del viento.

Y entonces el asesino se dejó caer por el borde de la Frente, con las alas chasqueando en su máxima extensión. Se escuchó la canción del vuelo, un silbido grave, parecido a un gemido, ya que, para el shi’gal, la música era libertad.

Dejó Ampelas enraizado. Había pasado tanto tiempo desde que Gu’Rull sintió algo como esta... euforia.

Los dos ojos nuevos bajo la línea de su mandíbula se abrieron por primera vez y toda aquella visión, del cielo encima y la tierra debajo, confundió por un instante al asesino, pero tras un rato Gu’Rull fue capaz de imponer la separación necesaria para que las vistas tuvieran su propia separación al crear un amplísimo panorama del mundo que tenía delante.

Los nuevos sabores de Acyl eran ambiciosos, sí, brillantes incluso. ¿Tal creatividad estaba implícita en la locura? Quizás.

¿Aquella posibilidad había encendido la chispa de la esperanza en Gu’Rull? No. La esperanza no era posible.

El asesino surcó la noche por encima de un paisaje maldito y sin vida. Como la esquirla de una luna asesinada.





Las Tierras Yermas

No estaba solo. No recordaba haber estado solo jamás. Es más, la noción era imposible, y eso lo entendía. Por lo que sabía era incorpóreo, y poseía el pintoresco privilegio de ser capaz de moverse de un compañero a otro casi a voluntad. Si iban a morir, o conseguían de algún modo repelerlo, es decir si creía que iba a cesar de existir. Él quería vivir, flotar en la eufórica maravilla de sus amigos, su bizarra y desestructurada familia.

Atravesaron una espesura desolada y solitaria, un lugar de roca quebrada, dunas de arena gris formadas por el viento, laderas de vidrio volcánico que comenzaba y terminaba con indiferencia aleatoria. Colinas y riscos que habían colisionado en caprichosa confusión y ni un solo árbol que rompiera el ondulante horizonte. Arriba, el sol era un ojo borroso que iluminaba un camino a través de las finas nubes. El aire era cálido, el viento, incesante.

El único alimento que el grupo había logrado encontrar provenía de las extrañas plagas de roedores escamados. La fibrosa carne sabía a polvo. Y de una cría enorme de rhinazan que tenía marsupios bajo las alas repletos de agua lechosa. Día y noche las poliñeras les asediaban, esperaban que alguno cayera y no se levantara, pero esto no parecía probable. Pasó de una persona a otra y pudo sentir su resolución innata, la inquebrantable resistencia.

Ay, tal fortaleza no podía prevenir aquella letanía infinita de miseria que parecía ser el centro de la conversación.

—Qué desperdicio —dijo Sheb, mientras se rascaba la barba—. Cava unos pozos, amontona piedras para hacer casas y tiendas y todo eso. Y tendrás algo que valga la pena. La tierra baldía es inútil. Qué ganas de que llegue el día en que se aproveche todo lo que hay sobre la superficie del mundo. Ciudades una sobre la otra...

—No habría granjas —contestó Último, pero como siempre era una objeción tímida, reticente—. Sin granjas, nadie comería...

—No seas imbécil —espetó Sheb—. Por supuesto que habría granjas. Tan solo no existiría toda esta tierra inservible, donde nada vive más que malditas ratas. Ratas en la tierra, ratas en el aire y bichos, y huesos... ¿te puedes creer todos los huesos que hay?

—Pero yo...

—Cállate, Último —dijo Sheb—. A ver si, para variar, dices algo útil.

Asane habló entonces con su frágil y temblorosa voz:

—No os peléis, por favor. Ya es bastante horrible sin vosotros chinchándoos, Sheb...

—Cuidado, bruja, tú eres la siguiente.

—¿Te apetece intentarlo, Sheb? —preguntó Nappet. Él escupió—. Me lo imaginaba. Solo hablas, Sheb, y nada más. Una noche de estas, cuando estés dormido, te cortaré la lengua y se la echaré a las putas poliñeras. ¿Quién se quejaría? ¿Asane? ¿Aliento? ¿Último? ¿Taxilian? ¿Rautos? Nadie, Sheb, nos pondríamos a bailar.

—A mí no me metáis en esto —dijo Rautos—. Ya sufrí toda una vida cuando vivía con mi mujer, sobra decir que no la echo de menos.

—Ya estamos de nuevo, Rautos —espetó Aliento—. Mi mujer esto, mi mujer lo otro. Estoy harta de oírte hablar de tu mujer. No está aquí, ¿a que no? Seguro que la ahogaste en tu lujosa fuente, la sujetaste así, con fuerza, y viste cómo se le hinchaban los ojos, abría la boca y gritaba bajo el agua. La observaste y sonreíste, es lo que hiciste. Yo no me olvido, no puedo, fue horrible. Eres un asesino, Rautos.

—Ya está de nuevo —dijo Sheb—, la que habla sobre ahogar, otra vez.

—Podría cortarle también la lengua a ella —sugirió Nappet, con una sonrisa—. También la de Rautos. Y se acaban las gilipolleces sobre ahogar o mujeres o quejas. El resto no me molestáis. Último, tú no dices nada y cuando lo haces no sacas de quicio a nadie. Asane, tú sobre todo sabes cuándo mantener el pico cerrado. Y Taxilian apenas dice nada de todos modos. Tan solo nosotros, y eso sería...

—Veo algo —interrumpió Rautos.

Sintió que la atención de los compañeros cambiaba, se centraban, y vio un leve borrón en el horizonte, algo que se alzaba hacia el cielo, demasiado estrecho para ser una montaña, se elevaba como un diente.

—Quiero verlo —informó Taxilian.

—Mierda —dijo Nappet—, no queda otra.

El resto asintió en silencio. Llevaban caminando una eternidad, y los argumentos sobre el destino al que debían llegar se habían marchitado. Ninguno tenía respuestas, ninguno sabía dónde estaban.

Así que pusieron rumbo a la lejana y misteriosa construcción.

A él esto le parecía bien, estaba de acuerdo en acompañarles, y se dio cuenta de que compartía la curiosidad de Taxilian que ganaba fuerza a cada instante que pasaba, tanto que podría superar sin dificultad los miedos de Asane y las obsesiones que plagaban al resto: el ahogamiento de Aliento, el matrimonio miserable de Rautos, la vida tímida y sin sentido de Último, el odio de Sheb, y el deleite de Nappet con la violencia. Todas las conversaciones se apagaron y dejaron paso a nada más que el crujido y los golpeteos de los pies descalzos sobre el agreste terreno, eso y el gemido grave del viento incesante.

Muy arriba un enjambre de poliñeras rastreaba a una figura solitaria que deambulaba por las Tierras Yermas. Habían sido atraídas por el sonido de las voces, aunque descubrieron tan solo a esta única y delgada figura. La piel de un verde polvoriento, los colmillos sobresaliendo de la boca. Cargaba una espada y el resto del cuerpo desnudo. Un caminante en soledad, que hablaba con siete voces, que se conocía con siete nombres. Era muchos, pero era uno. Todos estaban perdidos, incluido él.

Las poliñeras ansiaban que muriera. Pero habían pasado semanas. Meses. Por ahora solo ansiaban.

Había patrones que exigían atención. Aunque los elementos quedaban desarticulados, en zarcillos flotantes, en manchas de negro líquido, como salpicaduras que nadaran en su campo de visión. Pero por lo menos ahora podía ver, que ya era algo. El trapo podrido se había caído de sus ojos, arrastrado por corrientes que no podía sentir.

La clave para desentrañarlo todo estaría en los patrones. Él estaba seguro de ello. Si pudiera dibujarlos juntos, podría comprender; sabría todo lo que necesitaba saber. Sería capaz de dar un sentido a las visiones que le rasgaban.

El extraño lagarto bípedo cubierto de una armadura de negro reluciente, con una cola cortísima, de pie sobre unas rocas, mientras que ríos de sangre se precipitaban por los lados. Sus ojos inhumanos fijos, sin parpadear, en la fuente de toda aquella sangre: un dragón, clavado en una celosía de enormes tablones de madera, los pinchos oxidados goteaban por la condensación. La criatura exudaba sufrimiento, una muerte denegada, una vida transformada en una eternidad de dolor. Y del lagarto de pie surgía satisfacción en la cruel penumbra.

En otro lado, dos lobos parecían observarle desde un risco erosionado cubierto de hierba y restos de huesos. En guardia, intranquilos, como si midieran a su rival. Tras ellos, la lluvia caía desde unos gruesos nubarrones. Se dio la vuelta, como si no le importara lo más mínimo la mirada de los animales, y comenzó a caminar a través de la llanura desnuda. En la distancia, dólmenes brotaban del suelo como arañazos, agrupados sin ningún orden, y aun así todos parecían iguales. Quizás es que eran estatuas. Se acercó, torció el gesto ante aquellas siluetas, rodeadas por un extraño grupo de encapuchados agachados que le daban la espalda y las colas enrolladas. El suelo sobre el que se agachaban resplandecía como si estuviera cubierto de diamantes o vidrio aplastado.

Se acercó a los silenciosos e inmóviles centinelas, y justo antes de alcanzar al más cercano una sombra se cernió sobre él y el aire se heló de pronto. Exaltado, se detuvo y miró hacia arriba.

Nada más que estrellas, flotaban como vertidas de un frasco, como motas de polvo en un charco que se vacía lentamente. Suaves voces que se apagaban, que le rozaban la frente como copos de nieve, derritiéndose al instante, todo significado perdido. Razonamientos en el Abismo, pero no comprendió ninguno de estos. Mantener la vista alzada implicaba tambalearse, sin equilibrio, y sintió que los pies se despegaban del suelo y flotaba. Se dio la vuelta, y miró hacia abajo.

Más estrellas, pero estas emergían de una docena de furiosos soles de fuego verde, cortaban el negro tejido del espacio y se filtraban fisuras de luz. Cuanto más se acercaban, más enormes se hacían, cegándole por completo. La tormenta de voces se convirtió en un clamor, y lo que antes sintió como copos de nieve que se derretían en su frente, ahora ardían como fuego.

Si pudiera juntar todos esos fragmentos, reconstruir el mosaico, y por ende comprender la verdad de los patrones. Si pudiera...

Espirales. Sí, eso son. El movimiento no engaña, el movimiento revela la forma que hay debajo.

Espirales, en rizos de pelaje.

Tatuajes, miradlos, ¡miradlos!

Todos a la vez, los tatuajes se pusieron alerta, se conocía a sí mismo.

Soy Heboric Manos Fantasmales. Destriant de un dios caído. Le veo...

Te veo, Fener.

La forma, tan gigantesca, tan perdida. Incapaz de moverse.

Su dios estaba atrapado, y, como Heboric, era testigo mudo de cómo abrasadores mundos jade se acercaban. Él y su dios estaban en su camino, y eran fuerzas que no podían hacerse a un lado. No existía escudo alguno que pudiera proteger lo que estaba por llegar.

Al Abismo le importamos bien poco. El Abismo llega para dar su sentencia, ante la cual no podemos oponernos.

Fener, te he condenado. Y tú, antiguo dios, me has condenado a mí.

Sí, ya no me arrepiento. Ya que es así como debe ser. Al fin y al cabo, la guerra no conoce otro idioma. En la guerra invitamos a nuestra propia destrucción. En la guerra castigamos a nuestros hijos con un legado de sangre roto.

Ahora lo comprendía. Los dioses de la guerra y lo que significaban, lo que su existencia significaba. Y al mirar aquellos soles de jade que se acercaban implacables, le sobrecogió la futilidad que se escondía tras toda aquella arrogancia, la arrogancia estúpida.

Obsérvanos ondear los estandartes de odio.

Observa adónde nos llevan.

Había comenzado una guerra final. Enfrentar a un enemigo contra el cual no había defensa posible. Ni palabras ni hazañas podían engañar a este preciso árbitro. Inmune a las mentiras, indiferente a las excusas y a los insulsos discursos sobre la necesidad, sobre sopesar dos males y la simplista rectitud de escoger el menos dañino. Y sí, eran argumentos que escuchaba, vacíos como el éter por el que habían viajado.

Somos grandes en el paraíso. Y nos llamaron dioses de la guerra, para cernir la destrucción sobre nosotros mismos, nuestro mundo, la propia tierra, el aire, el agua, la innumerable vida. No, nada de sorpresa, nada de desconcierto inocente. Veo con mis propios ojos el Abismo. Veo con mis propios ojos, y debo hablar con su voz.

Contemplad, amigos míos, pues yo soy la justicia.

Y cuando al fin nos encontremos, no os gustará lo que hallaréis.

Y si la ironía se despierta en vosotros al final, contempladme llorar con lágrimas de jade y contestar con una sonrisa.

Si tenéis el coraje.

¿Lo tenéis, amigos míos, el coraje?



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7 comentarios:

  1. ¡Gracias por el artículo! Como siempre haces un estupendo trabajo trayendo la actualidad del género fantástico.

    Veo que de nuevo los *** se representan como una especie de velociraptor... yo siempre he preferido tirar en mi imaginación a una especie de Hombres Lagarto tipo Warhammer muy grandes, pero ahi cada cabeza a lo suyo. ¡Un saludo!

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    1. ¡Muchas gracias Kike! :)
      Sobre el aspecto de los k'chain, como siempre cada uno tenemos nuestra propia visión, pero lo cierto es que hasta Erikson los dibuja como dinosaurios tipo velociraptor, como puedes ver en esta ilustración suya
      https://vignette.wikia.nocookie.net/malazan/images/2/23/Post-1984-0-06079400-1338745019.jpg

      Saludos!

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  2. Gracias Daniel por lo que haces por esta saga. Muy agradecido.

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  3. Solo he leído la primera linea... Uuuf, es difícil resistirse. Pero pienso esperar hasta que se publique el último libro.

    En su lugar voy a releer algunos libros de la saga.

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  4. Bueno bueno bueno... Cada día estoy más convencido que este es el mejor blog en legua castellana dedicado a la literatura de Fantasía y Ciencia Ficción. ¡¡ENHORABUENA!!

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    1. ¡Muchas gracias, Ivan! Es un placer compartir lecturas y afición por la fantasía con lectores tan agradecidos :)

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