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miércoles, 25 de abril de 2018

Prólogo de La Casa de Cadenas de Steven Erikson

La épica historia de Malaz, el Libro de los Caídos continúa en español el próximo 24 de mayo con la publicación de la cuarta entrega de la saga de Steven Erikson. La Casa de Cadenas nos lleva de vuelta al continente de Genabackis pero un poco de tiempo antes del inicio de Los jardines de la Luna para contarnos la historia de Karga Orlong, un joven guerrero destinado a convertirse en una pieza clave de los sucesos que sacudirán todo el mundo. Por supuesto, la novela también continúa la historia más amplia que se ha ido desarrollando en las tres entregas anteriores, pero sobre todo recogiendo el hilo de los terribles sucesos de Siete Ciudades de los que fuimos testigos al final de Las puertas de la Casa de la Muerte.
Para todos los que esperáis con ansia esta nueva entrega de la saga malazana podéis hacer un poco más llevadera vuestra espera leyendo el prólogo de La Casa de Cadenas, que tenéis completo más abajo.

[En el blog podéis leer las reseñas de las anteriores entregas de la saga: Los jardines de la Luna, Las puertas de la Casa de la Muerte y Memorias de Hielo
Y si todavía no habéis empezado la ambiciosa y compleja saga de fantasía épica de Steven Erikson podéis echarle un vistazo a este artículo: Razones para leer Malaz.]

La Casa de Cadenas se publica en formato tapa dura con sobrecubierta con una extensión de 944 páginas y un precio de 24,90 euros. También estará disponible en ebook por 9,49 euros.

SINOPSIS 
La Casa de Cadenas es la cuarta entrega de la saga «Malaz: El Libro de los Caídos», la decalogía, originalmente publicada entre 1999 y 2011, que ha convertido al escritor canadiense Steven Erikson en una de las mayores voces de fantasía épica contemporánea. Desde entonces, esta obra maestra de la imaginación está considerada una de las series más ambiciosas que ha dado el género en los últimos años 
Este volumen comienza en el norte de Genabackis, el día que empieza el extraordinario destino de Karsa Orlong, uno de los tres guerreros salvajes que descienden las montañas para atacar las tierras del sur. Pasados unos años, Tavore, la inexperta consejera de la emperatriz, debe adiestrar a doce mil soldados para convertirlos en una fuerza capaz de desafiar a las hordas de la elegida, Sha'ik, que aguardan en el desierto. Allí, sus caudillos están enzarzados en una lucha de poder que amenaza al alma de la rebelión, mientras que Sha'ik se obsesiona con la que cree que es su mayor enemiga: su hermana.


Gracias a la web de MegustaLeer podemos echarle un vistazo al inicio de esta cuarta entrega, en concreto al prólogo completo de La Casa de Cadenas.
Podéis leerlo desde este enlace o a continuación.


PRÓLOGO
Margen del Naciente, día 943 de la Búsqueda Sueño de Ascua

Grises, hinchados y picados de viruela, los cuerpos se alineaban en la orilla cargada de sedimentos hasta donde alcanzaba la vista. Apilados como maderos a la deriva por las aguas crecientes, meciéndose y rebosando por los bordes, la carne putrefacta hervía de cangrejos de diez patas y moluscos negros. Aquellas criaturas del tamaño de una moneda apenas se habían adentrado en el munífico festín que había tendido ante ellos la partición de la senda.
El mar reflejaba el tono del cielo bajo. Peltre remendado y apagado arriba y abajo, roto solo por el gris más profundo de los sedimentos y, a treinta golpes de remo de distancia, por los tonos manchados de ocre de los niveles superiores apenas entrevistos de los edificios inundados de una ciudad. Las tormentas habían pasado y las aguas estaban serenas entre los restos de un mundo ahogado.
Bajos y achaparrados habían sido sus habitantes. De rasgos planos, cabellos claros, siempre largos y sueltos. El suyo había sido un mundo frío, dada la ropa de forros gruesos que llevaban. Pero con la partición todo eso había cambiado, como un cataclismo. El aire era sofocante, húmedo y a esas alturas apestaba a putrefacción.
El mar había nacido de un río de otro reino, una arteria inmensa, ancha y con toda probabilidad dueña de todo un continente, una arteria de agua dulce impregnada por los sedimentos de la llanura, las profundidades turbias albergaban enormes bagres y arañas del tamaño de ruedas de carretas, los bajíos estaban atestados de aquellos cangrejos de diez patas y conchas negras y plantas carnívoras sin raíces. El río había vertido su volumen torrencial en ese inmenso paisaje llano. Durante días, luego semanas, después meses.
Las tormentas, conjuradas por el volátil choque de corrientes de aire tropicales contra el clima templado de la zona, habían empujado la inundación bajo el aullido de los vientos, y con las aguas crecientes e inexorables llegaron plagas mortales para llevarse a aquellos que no se habían ahogado.
Sin que se supiera cómo, el desgarro se había cerrado en algún momento de la noche anterior. El río de otro reino había regresado a su curso original.
La costa que tenía delante seguramente no se merecía ese nombre, pero a Trull Sengar no se le ocurría nada más mientras lo arrastraban por el margen. La playa no era más que un montón de sedimentos apilados contra un muro enorme, gigantesco, que parecía extenderse de un horizonte a otro. El muro había soportado la riada, aunque el agua ya corría por el otro lado.
Cadáveres a la izquierda, una caída en picado de una altura de siete, quizá ocho hombres. A la derecha, la parte superior del propio muro de algo menos de treinta pasos de anchura; que aquello contuviera un mar entero sugería, aunque fuera en susurros, hechicería. Las losas anchas y planas que pisaban estaban manchadas de barro, un fango ya casi seco bajo el calor. Insectos del color del estiércol bailaban sobre ellas y se apartaban a saltos del camino de Trull Sengar y sus captores.
A Trull todavía le costaba bastante comprender esa noción. Captores. Una palabra que no terminaba de comprender. Al fin y al cabo, eran sus hermanos. Parientes. Rostros que conocía de toda la vida, rostros que había visto sonreír, y reír, y rostros que, en ocasiones, se llenaban de dolor, un dolor que reflejaba el suyo propio. Trull había permanecido a su lado y lo había vivido todo con ellos, los triunfos gloriosos, las pérdidas que destrozaban el alma.
Captores.
Ya no había sonrisas. Ni risas. Las expresiones de los que lo retenían eran rígidas y frías.
A qué hemos llegado.
La marcha terminó. Unas manos tiraron a Trull Sengar al suelo sin dar importancia a las magulladuras, los cortes y los desgarros que todavía no habían dejado de sangrar. Los habitantes ya muertos de ese mundo habían instalado, a saber por qué motivo, unos aros inmensos de hierro en la parte superior del muro, anclados al fondo de los enormes bloques de piedra. Los aros estaban colocados a intervalos regulares por todo el muro, cada quince pasos más o menos, hasta donde Trull alcanzaba a ver.
Y esos aros acababan de encontrar una nueva función.
Rodearon a Trull Sengar con cadenas, le pusieron grilletes a martillazos alrededor de las muñecas y los tobillos. Le cincharon dolorosamente un cinturón tachonado alrededor de la cintura, pasaron las cadenas por los aros de hierro y las tensaron para inmovilizarlo junto al anillo de hierro. Le pegaron a la mandíbula una prensa de metal con unos goznes, lo obligaron a abrir la boca, le metieron la placa y se la trabaron sobre la lengua.
A continuación, el Pelado. Una daga le grabó un círculo en la frente, seguido por una cuchillada irregular para romper ese mismo círculo, la punta se adentró lo suficiente como para mellarle el hueso. Le frotaron cenizas en las heridas. Le cortaron la única y larga trenza que lucía con tajos toscos que le convirtieron la nuca en un desastre ensangrentado. Después, en el pelo que le quedaba, le untaron un ungüento espeso y empalagoso y lo masajearon hasta que le impregnó la piel del cráneo. En unas pocas horas se le caería el resto del pelo y lo dejaría calvo para siempre.
El Pelado era una medida absoluta, un acto irreversible de ruptura. Se había convertido en un paria. Para sus hermanos, había dejado de existir. Nadie lo lloraría. Sus obras se desvanecerían de todo recuerdo junto con su nombre. Su madre y su padre habrían dado vida a un hijo menos. Aquello era, para su pueblo, el castigo más duro, peor que una ejecución, mucho peor.
Y, sin embargo, Trull Sengar no había cometido ningún delito.
Y a esto es a lo que hemos llegado.
Se alzaban sobre él, quizá solo entonces comprendieron lo que habían hecho.
Una voz conocida rompió el silencio.
—Hablaremos de él ahora, y una vez que hayamos dejado este sitio, dejará de ser nuestro hermano.
—Hablaremos de él ahora —entonaron los demás, y luego otro añadió:
—Te traicionó.
La primera voz era fría, no revelaba el regocijo que Trull Sengar sabía que estaría allí.
—Dices que me traicionó.
—Lo hizo, hermano.
—¿Qué prueba tienes?
—Sus propias palabras.
—¿Eres solo tú el que afirma haber oído que se pronunciara tal traición?
—No, yo también lo oí, hermano.
—Y yo.
—¿Y qué os dijo nuestro hermano?
—Dijo que tú habías separado tu sangre de la nuestra.
—Que ahora servías a un amo oculto.
—Que tu ambición nos llevaría a todos a la muerte...
—A todo nuestro pueblo.
—Habló contra mí, entonces.
—Lo hizo.
—Con sus propias palabras, me acusó de traicionar a nuestro pueblo.
—Lo hizo.
—¿Y lo he hecho? Consideremos el cargo que me imputa. Las tierras del sur están en llamas. Los ejércitos del enemigo han huido. El enemigo se arrodilla ahora ante nosotros y nos ruega que lo hagamos nuestro esclavo. De la nada hemos forjado un imperio. Y aun así, nuestra fuerza sigue creciendo. Todavía. Para ser aún más fuertes, ¿qué debéis hacer vosotros, hermanos míos?
—Debemos buscar.
—Sí. ¿Y cuando encontréis lo que ha de buscarse?
—Debemos entregarlo. A ti, hermano.
—¿Veis que es necesario?
—Lo vemos.
—¿Entendéis el sacrificio que hago, por vosotros, por nuestro pueblo, por nuestro futuro?
—Lo entendemos.
—Y, sin embargo, mientras vosotros buscabais, este hombre, este que fue nuestro hermano, habló contra mí.
—Lo hizo.
—Peor aún, habló para defender a los nuevos enemigos que habíamos encontrado.
—Lo hizo. Los llamó los Parientes Puros y dijo que no deberíamos matarlos.
—Y, si hubieran sido en verdad Parientes Puros, ¿entonces...?
—No habrían muerto con tanta facilidad.
—Así pues.
—Te traicionó, hermano.
—Nos traicionó a todos.
Se hizo el silencio. Ah, ahora quieres compartir este crimen tuyo. Y ellos dudan.
—Nos traicionó a todos, ¿no es cierto, hermanos?
—Sí. —La palabra surgió ronca, sin aliento, murmurada. Un coro de incertidumbre y dudas.
Nadie habló durante largos minutos y después, salvaje, con una ira apenas contenida:
—Así pues, hermanos. ¿Y no deberíamos acaso cuidarnos de este peligro? ¿De la amenaza de la traición, de este veneno, de esta plaga que pretende desgarrar nuestra familia? ¿Se extenderá? ¿Volveremos aquí una vez más? Debemos permanecer vigilantes, hermanos. De lo que hay en nuestro interior. Unos de otros. Bien, ya hemos hablado de él. Y ahora, se ha ido.
—Se ha ido.
—Nunca existió.
—Nunca existió.
—Abandonemos este lugar, entonces.
—Sí, abandonémoslo.
Trull Sengar escuchó hasta que dejó de oír sus botas sobre las piedras, hasta que dejó de sentir el temblor de sus pasos menguantes. Estaba solo, incapaz de moverse, solo veía la piedra manchada de barro de la base del aro de hierro.
El mar removía los cadáveres de la orilla. Los cangrejos se escabullían. El agua seguía filtrándose por la argamasa, se insinuaba por el muro gigantesco con la voz de fantasmas que murmuraban y se deslizaba por el otro lado.
Era una verdad de siempre conocida entre su pueblo, quizá la única verdad, que la naturaleza no libraba más que una guerra eterna. Contra un solo enemigo. Es más, entender eso era entender el mundo. Todos los mundos.
La Naturaleza no tiene más que un enemigo.
Y ese enemigo es el desequilibrio.
El muro contenía al mar.
Y hay dos significados en eso. Hermanos míos, ¿es que no veis la verdad que hay en eso? Dos significados. El muro contiene al mar.
Por ahora.
Aquella era una riada que no podría contenerse. La inundación no había hecho más que empezar, algo que sus hermanos no podían entender, algo que quizá nunca llegasen a entender.
El ahogamiento era común entre su pueblo. No temían ahogarse. Y así, Trull Sengar se ahogaría. Pronto.
Y a no mucho tardar, sospechaba, su pueblo entero se uniría a él.
Su hermano había hecho pedazos el equilibrio.
Y la Naturaleza no lo consentirá.


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